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ANDANZAS DE FEDERICO MORE

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Federico More Barrionuevo

More y los hombres de su tiempo

CARTA DE UN DESESPERADO

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

lunes, 19 de noviembre de 2012

LA HORA UNDÉCIMA DEL SEÑOR
DON VENTURA GARCÍA CALDERÓN

Alrededor del año mil novecientos siete, publicó don Ventura García Calderón un libro, y quedó de modo oficial incorporado a la literatura. “Frívolamente”, ese primer libro, aunque no siempre llega al plagio, siempre se queda en la imitación. Ya es “el Cementerio de los perros”, casi todo tomado de Willy; ya son las cartas de Santa Teresa, donde hay un batiburrillo de Gauthier, Merimée, Gómez Carrillo y Mendés.

Después de este libro, apareció el segundo de tan discutible autor: era una tentativa de historia crítica y de catalogación. “Del romanticismo al modernismo” se titula tal obra. Todo lo que en ella se contiene estaba dicho por Menéndez y Pelayo, Gonzales de la Rosa, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas y el señor doctor don José de la Riva Agüero y Osma. Y no vale la pena acometer una obra de esas, cuando se va a hacer simples trabajos de compilación. Para eso, basta un amanuense. Nada nuevo, nada valioso, nada original nos dio el señor García Calderón en ese libro. No hizo ni siquiera antología. Que si esto hace, se hubiera salvado en nombre de un eminente criterio de selección.

Luego tuvimos “Dolorosa y desnuda realidad”, libro de cuentos. La misma historia de hace cinco años. Sin citar a Manuel Díaz Rodríguez, a Clemente Palma, a Rufino Blanco Bombona, a Abraham Valdelomar y a algunos otros máximos cultivadores del cuento en América, debemos decirle al señor García Calderón que nadie tiene derecho para mortificar al intelectual, al simple lector, al hombre curioso y un periodista, con libros comentadores de vejeces, con libros en los cuales no hay sino parisianismo barato, historias de faubourg, champaña de Moulin Rouge y humo del Quartier. Y a veces ni eso, sino vulgares aspectos de amor, de dolor y de placer. No será por culpa del señor García Calderón que el cerebro o los nervios de hombre alguno adquieran algún desusado valor vibratorio.

Precedido de tan pobres heraldos, hoy aparece el señor don Ventura García Calderón Rey con un libro cuyo título dice, pomposo: “La Literatura Peruana”. Y luego un paréntesis que es la cosa más reveladora y risueña: “(1535-1914)”. El libro –llámese así– tiene noventa páginas. Y es la historia literaria de un país en trescientos sesenta y nueve años de vida. A cada año le corresponden menos de tres décimos de página, es decir, menos de doce renglones, pues treinta y cuatro renglones tienen cada página, promediadamente. Esto es lo que en limeño hablar se llama candelejonada. Cítese, por orden alfabético o cronológico a los autores con sus libros y su fecha de nacimiento y muerte, y fecha de publicación de obras, y será posible llenar doscientas páginas. Teniendo en resultado un apreciable diccionario de la literatura peruana o un buen catálogo de biblioteca nacionalista.

Y como el señor García Calderón escribe desde Europa –cuenta que vivimos en continente de rascacueros – y es empleado del Gobierno del Perú y colabora en revistas escritas en francés, cualesquiera que ellas sean, existe el temor de que América y el Perú tengan por cierta la palabra de este autor de tantos libros abominables. Sólo por esto me he resuelto a pergeñar este artículo rectificatorio. Vuelvo por los fueros de mi patria, de su tradición literaria, de mis maestros de ayer, de mis camaradas de hoy, y del nombre de todos en la posteridad. No es justo que cualquiera venga a decir vulgaridades e insidias. No es noble que haya quien abuse de nuestra indolencia. No es intelectual que siendo el Perú el país que hoy vale más en América, si se le considera como nación productora de inteligencia, esté sometido –por nuestra holgazanería o nuestra mal entendida soberbia– a ser mirado a través del espejo convexo o cóncavo –deformador siempre– del primer audaz o del mejor embustero.

Porque el señor García Calderón representa en París los intereses –intereses digo– de determinado grupo literario que hay en Lima, su palabra carece de imparcialidad. Y esto sería bastante, aunque el señor García Calderón tuviese talento. Y porque el señor García Calderón está enyugado por las conveniencias de su círculo, su palabra carece de libertad, y así, aunque su criterio quiera ser justo, su conveniencia le cohíbe a serlo. Para ser juez hay que ser solitario y rebelde, y sin embargo, desdeñoso y humilde; no es concebible un juez a quien su gobierno emplea, un juez vinculado a mil ambiciones y a diez mil intereses. El champaña del Club Nacional y la justicia literaria, el tango en el Casino de Chorrillos y la independencia moral para decir verdades son cosas y hechos perfectamente incompatibles.

Tanta desigualdad y tanto error se agravan al ver que ni siquiera ha sido apto el señor García Calderón para investir de estilo y gracia armónica al pensamiento ajeno, al yerro propio y al convencionalismo creado. Su estilo no tiene ni las pompas millonarias del viejo cervantismo, ni la amplificación llena de boato que supo cautelar, ni la fina y sutil ronda de melodías que en Francia es de todos, ni la sobriedad robusta y dura del pensador que sólo trabaja en mármoles. Ese estilo es la concreción abigarrada de todos los lugares comunes del modernismo. Nos hemos librado del proceloso piélago, del ardiente frenesí, del corazón de roca, de la nave del estado y de todas las antiguallas románticas, para caer en la vida intensa, el contento de vivir, la alta elegancia espiritual, la edad galante, el cínico abandono y otras mil zarandajas que el modernismo nos ha regalado. A vuelta de recriminaciones, hay que declarar al señor García Calderón incapaz de novaciones y flamantes hallazgos; la originalidad y fuerza del decir no tienen más origen que la fuerza y originalidad del pensar. Y quien, como el señor don Ventura, piensa igual a todos, igual a todos ha de decir.

“La Literatura Peruana” se titula el libro, y en su primer párrafo se contienen estos renglones: “en el Perú, más que literatura hubo literatos”; y, dos líneas más abajo: “preferiremos, pues, a la historia de corrientes literarias el orden cronológico de un paseo entre libros”. Ya se ve que el señor García Calderón sabe poner títulos y ser lógico. Quedamos en que “La Literatura Peruana” no es la historia de la literatura peruana, sino “un paseo entre libros”. Cronológicamente y en noventa páginas. Poco menos que un catálogo.

En la página seis encontramos: “limeña fue exclusivamente la literatura peruana, y Lima no es el Perú: algunos dicen que es lo contrario del Perú”. Y diga el señor García Calderón, ¿por qué no tituló su mamotreto: “la literatura limeña”? Después de despotricar diciendo lo ya dicho, no hay razón a ocuparse de Garcilaso, del Lunarejo, de Concolorcorvo, de José Santos Chocano, todos hijos del Perú y no de Lima.

Quien literatura peruana pretende hacer, obligado está a inquirir en el alma de nuestros más remotos ancestrales. Y esos no son los marquesitos putrefactos y esmirriados y las tapadas niñascholescas del coloniaje. Debe subir el espíritu hasta los remotos milenios de los megalitos incaicos. Debe escudriñar en la tradición, oír de boca del pueblo la rapsodia que, desde la boca de lejanísimo ancestral, viene hoy al último retoño de una raza que entre frío y alcohol aún pimpollece. La Biblia y la Ilíada no son sino la compilación genial y divina de la inquietud espiritual que dos pueblos derramaron en consejas. Cuando el señor García Calderón vaya hasta el más helado y agreste rincón andino y escuche de labios del aborigen una y mil leyendas, verá que hay diferencia entre la literatura peruana, honda, triste, fuerte y sobria, y la literatura colonial hecha por frailes, tahúres y andróginos.

Pero el señor García Calderón sería inepto para instruir y fallar en literatura que fuese más medulosa que la colonial. Por eso en su libro “La Literatura Peruana”, el único capítulo donde hay algo de donaire, de sincera picardía, de buen sentido galante y cínico, es en el referente a la Colonia. Se ve que el señor García Calderón aún es colono de España. No tiene una sola característica de republicano, de hombre libre, de ser político operante dentro de las normas activas de la nacionalidad. Que si así fuera, y amara el señor don Ventura las solicitaciones tradicionales de su patria, sabría que en aquellos lustros lueñes y suntuosos del Imperio, hubo un General Ollanta, enamorado y aventurero, que llenó el alma popular con el suceso risueño y terrible de un imperial amor que costó sangre. Y sabría el señor don Ventura que el recuerdo de aquel Ollanta, dominador y galán, aún vive en la herencia espiritual de la raza, y puede constituir el principio de un maravilloso folclore, exuberante de floridas rapsodias heroicas.

Pero ello es que al señor García Calderón le interesan más los frailes de la Colonia, escribiendo loas a la pirotecnia de los festivales religiosos, y los poetas cortesanos y lacayunos hinojados ante el más ridículo gesto virreinal. Y no hay que negar que la frívola picardía y la sensualidad más o menos simulada de aquellos años hallan en el señor García Calderón a un comprensivo. Cómo no si en toda nuestra época de servidumbre nada tuvimos de intenso, de amplio o de alto. El señor García Calderón, al sumergirse en el lago de la Colonia, está tristemente sometido al principio de Arquímedes. Si su espíritu fuera otro, Newton lo regiría; pero para eso es urgente usar de altura y de lejanía y que la masa de uno sea igual a la de lo visto o evocado. Y bien sabemos que la razón directa no puede existir entre don Ventura y la enormidad de nuestra infancia imperial o entre el mismo don Ventura y el grandor tumultuoso de nuestra orgiástica juventud republicana. La república y el imperio están lejos de nuestros escritores chirles. La Colonia, insulsamente fornicadora, baratera y grandulesca, está cerca de esas almas de tela de araña. Y en literatura, la época atrae al escritor en razón directa de la inmensidad y del cuadrado de las distancias dado que existe la inmensidad. ¿Veis como don Ventura no puede estar sometido a la atracción con los incas o con los caudillos y sí a la atracción con los curas y las beatas?

Tan reñido está don Ventura con todo lo enorme y tan carente vive del sentido de patria, que, después de marcar a Olavide, ese llorón demagógico, católico teatralmente reformador, pasa de frente a Melgar y a la época republicana, sin preocuparse del grande y sonoro don José Joaquín de Olmedo. Ni siquiera cita al autor de “El canto a Junín”. Llega a afirmar que nos falta una “Araucana”. ¿Cree el señor García Calderón que “El canto a Junín” no es bronca y candentemente épico? ¿O cree que Olmedo no es peruano? Ya don José de la Riva Agüero, en bello arranque de leal nacionalismo, defiende la peruanidad de Olmedo. Olmedo es peruano como Napoleón francés. Olmedo es peruano porque nació en territorio del Perú, porque fue diputado en el Congreso del Perú, porque a nombre del Perú saludó a Bolívar en memorable ocasión, porque en el Perú y para el Perú fue la más ardua y honda de sus obras poéticas. Y los peruanos debemos defenderle porque él constituye una de las más brillantes y claras glorias de nuestra política y de nuestra literatura. Y don Ventura no lo cita. Y hace historia. Y dogmatiza. Que su cofradía se lo tenga en cuenta.

Precisa perdonar al autor de “La Literatura Peruana” el que compare Lima con Versalles y a Micaela Villegas con la Pompadour. Precisa perdonarle que al “guá, que lisura”, perfectamente cursi, dulzón y fingido, lo llame “adorable de gracia y picardía”.

Y pasemos a la República. Ya desde Flora Tristán se notaba en Lima lo que Paul Groussac constató más tarde: la superioridad de la mujer con respecto al hombre. De ahí que el romanticismo careciese aquí de lo que el mismo García Calderón llama” continuidad en el delirio, sincera correlación de vida y obra”. Eso no podía existir, porque en el Perú nunca ha habido sinceridad. Moda fue el romanticismo, como otrora lo fuera el gongorismo. La superioridad de la mujer volvió a nuestros poetas llorones y no elegiacos. Les dio de Jeremías y de Boabdil, nunca de Byron y Espronceda. Es que aquí la virilidad reside en la mujer; y el romanticismo es virilidad lírica y no añagaza ecolálica de sentimentalidades claudicantes.

Por eso, aquí, muerto el romanticismo –que fue moda–, no ha quedado sino un cínico desparpajo de hombres incapaces de amor y sacrificio. En otras partes donde hay grandes almas, el romanticismo es eterno, porque él es la ternura, la pasión, la generosidad, el arrojo. Y todo esto no lo nota don Ventura: percibe vagamente que aquí el romanticismo fue fracaso y no sabe por qué. Pues por eso: porque no hay romanticismo donde no hay profundidad; porque el romanticismo no es barquichuelo de papel bogante en tazas de agua, sino buque fantasma suelto en vagancia sobre enormes océanos incógnitos; porque el romanticismo es cosa de hombres, y en la isla de San Balandrán que es el Perú no puede existir sino la degeneración del romántico, que es la mujer meliflua, sensiblera y loca por vivir en novela. Apunto estas ideas para que el señor don Ventura las use, si quiere, en su próximo libro.

Y, entre paréntesis, quisiera saber que Bécquer es ese que influyó a nuestros románticos el año 1830. Gustavo Adolfo no puede ser, que, según entiendo, este poeta nació en 1837.

Extráñanse de que en el Perú tengamos la bancarrota política, cuando en políticos acabaron nuestros mejores ingenios; es extrañarse de que los niños salgan tontos Cuando mujeres son las que les educan: en el Perú la literatura nunca fue sino un medio. Los que la hacían y los que la hacen carecieron siempre de honradez y de limpieza de corazón. Era imposible investir de perfección política y social a un pueblo donde los directores de ideas fueron siempre arribistas e inescrupulosos. Todo esto no obsta para que a don Ventura le llame profundamente la atención nuestro fracaso político.

Luego, el desfile de románticos, una caterva melenuda y quejumbrosa, sin una reciedumbre, sin un gesto fuerte, sin un amplio ademán. Y el señor García Calderón quema el orobías del más cálido fervor en aras de ese aglutinamiento de poetastros gemidores. Y no cita nombres como el de Manuel Castillo, ese arequipeño cuyas odas al Paraguay y al Dos de Mayo significan el más encumbrado alarde de hombría en medio de la fofa y descarnada contextura de nuestro romanticismo.

Paso al catálogo.

Se marca la hora de transición. No aparecen Samuel Velarde y Renato Morales, esos dos faros ebrios de pura lírica.

En ese campoamoriano Samuel Velarde, halló auspicioso refugio la clara vena del maestro de todas las ironías. Sobrio y pulcro en la forma, nada conoció él de los desmelenamientos románticos, y cada uno de sus versos tiene la castidad joyante de la crisálida en el instante mismo de la metamorfosis. Renato Morales supo, antes que todos sus contemporáneos del Perú, las primeras solicitaciones del movimiento que encabezó en América Rubén Darío. Y cuando aún Chocano se envanecía de sus arrestos de romántico y enarbolaba los airones de un verbo hinchado y crespo, ya Renato Morales amaba por sí misma virtuosa música de la palabra y era preconizados de la síntesis fulgente e irremplazable que en “Los Trofeos” tiene definitivos crisoles de gloria.

El señor García Calderón olvida a estos dos peruanos; y en medio de esos olvidos surge la diatriba contra los pobres románticos que cantaban a la Patria y a la bandera. ¿Por qué? La patria decadente y bizantina que es el Perú de hoy, ya no inspira esos arrebatos que sintieran otrora en nobles días de prosperidad nuestros mejores románticos. La Patria, idea cenital –que diría Víctor Andrés Belaunde– ha palpitado siempre en el fondo de todos los verbos de todas las épocas. Y no sólo la Patria. Hasta la política como instantánea manifestación de la patria. Sin llegar a Homero, habrá que recordarle al señor García Calderón ese panfletario que fue don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Luego, Carducci, Quintana, Rudyard Kipling y D’Annunzio, justifican y enaltecen los fueros de la poesía civil. Entre nosotros, Chocano –el más grande– cultiva aún las glorías de la tierra y de la tradición y las lleva a la rotunda magnificencia polifónica de sus mejores versos. El mismo González Prada canta el novísimo aspecto de la patria: la anarquía. Y, ya en prosa, este maestro hizo sonar sus bronces cada vez que se encontró con cosas de la tierra. Pero Chocano y Prada son los escritores de lo que debió ser un gran pueblo, y nada tienen que ver con esta nacioncilla, que apenas es digna de la entomología. De tal pueblo es hijo don Ventura, y no es raro que le dé risa ver a poetas cantores de la patria. Estamos en el tiempo de los escritores que se adormilan entre los trabajos de laboriosas digestiones y que, pagados por el gobierno, se ocupan en desovillar vulgares malabarismos. Ya pasó la época en que nuestros poetas y nuestros pensadores eran hombres de barricada y de guerrilla.

Después de haber contemplado tan desgraciadamente los aspectos sicológicos y sociales de nuestra literatura, el señor García Calderón aborda la época presente. Nada o casi nada nos dice de la época en que transicionamos del romanticismo a la audacia del arte moderno. No cita a Teobaldo Elías Corpancho, el último romántico de aquella grey destemplada en lamentaciones y fecunda en pelos. No cita a Domingo Martínez Luján, ese mulato insigne, ejemplar extraviado de un arte superior, literato de fina sangre eugénica, y que, en la sátira, en el libelo, en la crónica, en la crítica, en el madrigal y en la oda, escondió siempre ricos e imprevistos tesoros de nerviosismo y de mentalidad. Y fue Martínez Luján quien primero, y lleno de briosa inteligencia, rompió con el romanticismo. Fue Martínez Luján el que trajo –cuando aún eran impresentidas las alas de Chocano– el atrevimiento del arte personal, el fervor por la originalidad, el cariño al punto de vista propio, el deseo de enriquecer el léxico, el amor a la palabra que cada uno –dentro de ciertas relatividades se sobreentiende– juzga y usa como quiere. No cita a Julio Santiago Hernández –político, periodista y sabio en verbales orfebrerías, y que dio a nuestra prensa sentido hidalgo de gramática y sindéresis. Y si Hernández pertenece, porque ya murió, al pasado, Luján tiene, vivo aún como está, al doble aspecto de su papel histórico y de su actuación presente: hoy, casi atrofiado e imbécil, gracias al alcohol –dulce enemigo a quien conozco tanto–, aún derrama en tabernas y esquinas los relieves de su antiguo aticismo, y, anulado cual se halla, vale muchísimo más que el laureado señor Gálvez.

En el último capítulo de su obra, don Ventura trata de los que son –y cuenta que si don Ventura se lo calla nadie lo sabría– las tres más altas figuras de la historia literaria del Perú: Manuel González Prada, José Santos Chocano y Ricardo Palma. Empieza el señor Ventura por decir que Prada nació el 44, Chocano el 75 y Palma el 35. Mentira don Ventura: Prada nació el 48, Chocano el 79 y Palma el 33. ¿No recuerda el señor García Calderón esos versos de Chocano:

“Cuando nací, la guerra
llegaba hasta la sierra
más alta de mi tierra”

y no ve en ellos un claro dato biográfico? Porque, después de todo, nuestra guerra anterior a la del Pacífico fue la del 66, la del Dos de Mayo, y esa no llegó hasta la sierra más alta de nuestra tierra.


Soy de los que creen que con respecto a la personalidad de Ricardo Palma ya se ha dicho todo y que muy avisado y zahorí ha de ser quien nuevo decir intentare, si al buscarle nuevo también le busca cierto y bueno. Ricardo Palma está virtualmente muerto. Pertenece a la historia. Y ya su historia está hecha. Sin embargo, don Ventura arriesga a propósito de la personalidad del tradicionista algo relativamente nuevo; y, como es natural, se equivoca. Dice que Palma representa el fin del romanticismo y la iniciación de orientaciones flamantes. Pero no atisba don Ventura que la tradición no es sino hija de la novela romántica, de esa que diversamente cultivaron el de ““Los Tres Mosqueteros” y el de “Ivanhoe”, y que después, y también haciendo tradiciones, amó ese fantaseador genial y presuntuoso de “El Cocinero de Su Majestad” y de “Las cuatro barras de sangre”. Y la tradición de Ricardo Palma –tradición también hicieron Benito Pérez Galeos y Juan Vicente Camacho– es la hija legítima –y donairosísima por cierto– de esa novela que un día se llamó histórica y que es sólo la expresión genuina de la modalidad romántica. De modo, pues, que el señor García Calderón disparata cuando afirma que la aparición de Palma implica la ida del romanticismo. Por lo demás, el valor de Ricardo Palma no lo discute nadie, por mucho que sea menester depurarlo dentro de un criterio al par que admirativo justiciero.

Tampoco será por el señor García Calderón que conozcamos nada nuevo de Chocano. ¿Qué es gran poeta, cantor de las Américas e influenciado por Heredia y acaso por Leconte de Lisie? Pues para decirlo, se reúne uno con cuatro amigos horteras ante los que se pueda pontificar, y no se publica libros que, para desdicha de los autores, suelen caer en manos de quienes no son horteras.

Y veamos a don Ventura juzgando a González Prada, “el menos peruano de nuestros escritores”, según dice el mismo señor García Calderón.

Prada no es ni más ni menos peruano. Sencillamente no es peruano. Es un gran escritor de Francia, de Alemania, de Escandinavia, desrumbado en tierras de Castilla. Es nuestra primera figura, nuestra única gran figura, porque tuvimos la honra de que en suelo nuestro naciera, no porque nosotros le hayamos dado algo de nuestra alma, ni él haya heredado algo a nosotros parecido, ni nosotros hayamos sido capaces de tomar un destello de su espíritu magnífico. Por la ineludible sugestión del medio, Prada hubo de hablar de nosotros; pero ¡cómo habló! Hasta un extranjero que no conoce el Perú y que no está obligado a ser exacto y verídicamente original tratando del Perú –he nombrado a Rufino Blanco Bombona– sabe del no peruanismo de González Prada. Y ahora don Ventura quiere contarnos novedades.

Y cuida si juzgando a Prada se puede decir mucho no dicho ni por otros urdido. A este gigante olvidado aún no se le conoce. Él nada tiene que ver con nuestra literatura, ni nada nos ha enseñado, ni nada hemos aprendido de su musa y de su prosa. Como que si algo le hubiéramos aprendido, no estaríamos viviendo en pleno Bajo Imperio. Cuando Prada escribió ni tuvo propósitos novadores ni innovó nada. No porque su palabra no era nueva, sino porque para nosotros era antipódica. Quizás dentro de cincuenta años, Prada empiece a innovar para el Perú. Se puede otorgar que haya innovado en toda la literatura hispanoamericana, aunque nada tiene de americano o de español; pero es absurdo pensar que tenga que ver algo con el Perú. Concibo yo a Gladstone reformando novadoramente las formas políticas del África Central, pero no concibo a González Prada enseñando arte puro y original a los peruanos. Mejor es, pues, que coloquemos a Prada al margen de nuestra cochinería, y le consideremos en nuestra historia literaria sólo por el hecho de su nacimiento.

Federico More

(Segunda parte)

Don Manuel González Prada, “ese gallardo animal de presa”, solo y formidable en la vida y el porvenir de América, no necesitaba, después del arduo, profundo y fulgente juicio de Blanco Bombona, que el señor García Calderón le arrojase quince vulgaridades a la cara. Decir -como ya hace once años lo dijo el señor doctor don José de la Riva Agüero- que Prada imita a Luis Menard, es decir injusticias. Cuarenta y un años tenía González Prada cuando leyó a Menard y ya había escrito buena parte de” Páginas Libres” y quizás de “Minúsculas”. Don Manuel no reconoce más maestros que Quevedo, Gauthier y Espronceda; prescindiendo de esto, no se ve la similitud entre Menard y Prada.

Acorde pues con el señor García Calderón en el no peruanismo de González Prada, he de detractarle en muchos puntos. Coincidiendo con Bombona -con qué gran escritor no coincide-dice don Ventura que mientras “Minúsculas” es joya de subida valuación, “Exóticas” no pasa de ser un tratado de métrica, como ejemplos. ¿Se da el señor García Calderón cuenta de lo que dice? A Blanco Bombona –siguiera porque en “Pequeña Opera Lírica” probó cualidades de gran poeta-se le puede exculpar de extravíos, pero a don Ventura, que hasta hoy nada ha probado, nada se le puede perdonar. Un libro que, como “Exóticas”, tiene composiciones de la excelencia de “Los caballos blancos”, “Los cuervos”, “Prelusión”, los ritmos “ternarios” de la página 38 y muchas otras, es un libro inmortal, tan inmortal como “Minúsculas”, que, no obstante su infinita delicadeza, me gusta menos que “Exóticas”.

“Exóticas” es a la literatura castellana lo que “La clave bien afinada” de Juan Sebastián Bach a la música: la muestra de una alta inspiración encauzada dentro de un ritmo perfecto, y tersa e impasiblemente olímpica. La serie de reformadores se establece así: Pinciano, Juan de la Encina, Luzán, Masdeu, Sinibaldo de Mas, González Prada. Esa es la alta composición del verso. Muerta la doctrina de que la armonía era ciencia y la melodía inspiración, sentado que la calidad de Wagner es netamente melódica -pese al odio que Strauss tiene a la melodía-, establecido que la armonía no es sino la forma técnica de ordenar los vuelos de la melodía, y proclamado por Camilla Mauclair el valor, puro y preciso, de la palabra como expresión musical, el polirritmo Gonzales pradesco es la última forma de la ciencia de hacer versos. Es una violenta y genial sustitución de métodos. Los polirritmos son música, son armonía, son pautas ordenadas bajo el compás de los acentos. Son la, alas de Pegaso sujetas al inflexible yugo luminoso de los dictados de Minerva.

Al Prada prosista, pensador propagandista, no se le puede juzgar en cuatro líneas; don Ventura ni le percibe, ni se da cuenta de lo que vale. Dice lo que ya hemos dicho todos. Apenas acierta cuando afirma que en eel medio, y esto es viejo.

Yo, que siempre esperé que la justicia llegase para la grande y olvidada maravilla que hay en la vida y en la obra de Gonzáles Prada; yo que, como único orgullo de mi vida literaria, he tenido siempre el de mi profunda         reverencia para don Manuel en nombre de cuya grandeza y apostolar impolutez romperé “pueblo cuando no lanzas”, yo agradezco a García Calderón que haya dicho una palabra en el concierto de homenajes que América inicia hacia González Prada. Ya el gobierno del Perú y toda la literatura de América se han unido en la pleitesía que el maestro merece, y todo el que tenga una pluma y un ensueño debe presentarse a reparar los treinta años de intriga, infamia y calumnia que han rodeado esa vida y esa obra incomparables del jefe que hoy, ya viejo, siempre debe consolarse viendo que toda una juventud vuelve hacia él las pupilas filiales y comprensivas.

Pero nunca diga el señor don Ventura que él ha visto a don Manuel haciendo compungidas carantoñas para encubrir el desborde de imperiosas lágrimas. Yo sé que eso es ridículo y estúpido. Lucidos estaríamos viendo a González Prada haciendo pucheritos. Tamaña hombría, tamaña serenidad, tamaño orgullo acabando en lágrimas ante don Ventura García Calderón. ¡Habrase visto!

Y tampoco diga don Ventura que don Manuel, mayor de setenta años –que no lo es–, ya no producirá nada: y no lo diga si, a renglón seguido, va a improvisar loas a la juventud y lozanía del maestro. Es tan fácil percibir la contradicción y ahorrársela.

Pero don Ventura no se critica, y, por eso, al tratar de Ricardo Palma, dice que trajo el ingenio de Francia y de Anatole France, y, dos párrafos más allá, que representa la gracia española. Piense don Ventura en la posibilidad de semejante contubernio. Además, no es probable que Palma, cuando escribió sus tradiciones, conociese a France, quien también hacía palotes y no era padre ni de “Los pozos de Santa Clara” ni de “La Isla de los Pinguinos” ni de sus otras obras maestras de irmia.Y creo que no se pretenderá decirnos que el ingenio de Palma es precursor y guía del de France.

Y vamos a la generación presente.

No es Francisco García Calderón el primer escritor, no es Riva Agüero el que le sigue. Aquél es un vulgarizado docente de ideas circulantes; éste es un buscador hábil de gran biblioteca. Ninguno de los dos tiene originalidad, inquietud, don de sugerencia. Ninguno de los dos es dueño de la virtud suprema de un estilo milagroso. Ninguno de los dos es capaz de atumultar ideas y sensaciones en un cerebro fuerte. Ninguno de los dos conduce a la admiración. Se les aprecia.

José Gálvez, Luis Fernán Cisneros, Leonidas Yerovi. Así no se enfila a las gentes. Yerovi es genial, Cisneros encumbrado, y Gálvez una medianía con marca de fábrica. Con la marca de fábrica de un periódico necesitado de servidumbre. Plagió a Villaespesa, a Jiménez, a Darío; escribió epitalamios cortesanos; explotó al pueblo en horas de patriotismo convencional. El mismo García Calderón dice que es un romántico que da vueltas a su noria. Yo no quiero decir cuál es el ser que da vueltas a la noria. ¿Por qué querer galvanizar a ese cadáver que un momento pareció iluminado bajo el mentido reflejo de una flor natural de similor? ¿Por qué involucrarle con Cisneros y Yerovi? García Calderón le lapida y le encumbra. García Calderón no tiene fibra para decir lo que, sin querer, insinúa. ¿Ya ve el señor García Calderón que el champaña del Club Nacional y la justicia literaria son incompatibles? García Calderón no ha leído bien a Ureta, ese gran lírico de verdad, tan sincero como afectado en el señor Gálvez, tan original como el señor Gálvez, es imitador.

Si el señor García Calderón conociera –que ni siquiera les cita– a Renato Morales de Rivera y a Percy Gibson, sabría quiénes son grandes poetas, honra de la raza.

Y olvida a éstos, para decir a José María de la Jara y Ureta, “gran escritor de silueta agarena”, que es como decir: Emilio Cautelar, gran orador que se lavaba con jabón de Reuter. Nada tienen que ver silueta y talento, como nada jabón y verbo tribunicio.

Y olvida a Francisco Mostajo, rebelde, representativo de un pueblo hirviente de ideales truncos; a López Albújar, diazmironiano pleno de efusiones; a Juan Manuel Osorio, cuentero lleno de sutiles requiebros de observación y estilo; a Augusto Aguirre Morales, novelista, poeta en juncalísima prosa constelada de amor, de lucha y de pena; a José Gabriel Cossío, prosador enamorado del viejo verbo castigado y rico de los padres de la Lengua; a Luis Valcárcel, polígrafo inquieto y solicitado por mil hondos pensamientos diversos; a Ángel Vega Enríquez, ensayista abundoso y candente como hierro fundido en altos hornos. Y esta es la juventud que en provincias levanta la bandera de algo que no es el modernismo como don Ventura cree, sino anhelo intelectual, desinteresado y sobrio.

Tampoco cita don Ventura a Clorinda Matto de Turner, soberbio espécimen femenino de lucha, de verdad y de calor de espíritu.

Tampoco cita a Federico Elguera, profundo y ático continuador de la genealogía de satíricos que empezó en Caviedes y, hasta hoy, parece concluir –broche de oro– en ese estupendo y holgazán Yerovi.

Tampoco cita a Andrés Avelino Aramburú, literato, periodista, viejo condal y florentísimo que ha dado a nuestros diarios gentiles formas de decir elegante.

Y se olvida de José María Eguren, nebulosa preñada de luces que sólo ciertos telescopios saben descubrir.

Y dedica dos líneas a Enrique Bustamante y Ballivián, poeta insigne, artista sumo, padre de esos “Elogios” donde desfila toda la pintura galante, mística y hereje de muchos siglos; padre de “Arias de Silencio”, ese florilegio que Rodembach inspiró en hora mirácula de anunciaciones.

Y llama incipiente a Abraham Valdelomar. Incipiente al que ha escrito “El caballero Carmelo”, cuento que don Ventura no hará jamás, cuento que es orientación de nuestra literatura de mañana; cuento donde vivimos nuestra vida, la de nuestras costas llenas de sol, de mar y de sencillez; cuento hermosísimo por el calor humano de su verbo y la técnica de su expresión artística.

Y es tan injusto don Ventura y tan ignorante, que llega a decir que el señor don Julio Alfonso Hernández se inicia. Error, don Ventura: el señor Hernández no se inicia, no sea usted injusto, el señor Hernández ya concluyó.

Y se olvida don Ventura de Florentino Alcorta, ese compósito del alma aristosa de Rochefort, del verbo sombrío de Drumont, del empuje bilioso y perverso de Bonafoux – de Alcorta, ese panfletario digno de inmortalizarse en letrillas.

Y en cambio nos endiosa a don Antonio G. Garland mi estimable conocido, pero en quien no veo mayores excelencias literarias. Apelo a la maligna veracidad del mismo Alcorta.

Y si lo que quiso don Ventura fue elogiar a un joven, ¿qué le impidió citar a Félix del Valle, muchacho calavera por mil conceptos superior al señor Garland.

ENVÍO

Señor don Ventura García Calderón Rey.

Usted no conoce nuestra literatura; usted ha copiado de todo el mundo; usted va de equivocación en equivocación; usted no sabe nada del Perú; usted no posee originalidad ni estilo; usted no tiene sino el bastardo matiz parisino; usted no debe desprestigiamos ante el extranjero. Yo le ruego que haga usted desnudas y dolorosas...vaciedades y que, frívolamente, se entienda con libros franceses. Y déjenos tranquilos, que ya nosotros solos daremos honra a nuestra pobre patria que únicamente cuenta con nuestra humildad de combatientes bien intencionados.

Nunca elogie usted a Sassone, ese empresario de la pornografía.

Nunca diga usted que don Manuel no deja discípulos.

Nunca dé usted sólo dos renglones a tan grandes poetas como José E. Lora y Lora. Nunca se olvide usted de lo que tiene obligación de recordar.

Nunca diga usted que los escritores acabaremos en diputados.

Nosotros, señor, no queremos diputaciones. Nos contentamos con que nos hagan cancilleres de un buen consulado en Europa. Parece que esto da derecho a ser necio, y nosotros apenas queremos tener derecho a ser justos y a luchar lealmente. Que aquí ni esto nos otorgan.

Y en el artículo –aún no sé si próximo o remoto– le diré a usted quiénes son los que se inician.

Federico More

Sin quererlo y por exigencias tipográficas, he de dejar para el próximo número las notas de este artículo. F.M.

Publicado en la revista COLONIDA, números 2 y 3, de 1916.

LIMA 1912. EL JIRÓN DE LA UNIÓN, LAS DOCE DEL DÍA

De la enumeración que nos sirve de título sólo hay dos palabras inalterables: Lima y el Jirón de la Unión. El año pudo ser el 11, pudo ser el 13; la hora, pudo ser la anterior, inmediatamente al meridiano o la posterior inmediata. No nos olvidemos de la graciosa y cabalística cita limeña:

- ¿Cuándo nos vemos?
- Un día de éstos.
- ¿Dónde?
- En el Jirón de la Unión.
- ¿Hora?
-  A la hora de almuerzo.

Lo divertido del caso es que así se citaban, encontrándose. La clave del asunto es que nadie que, en Lima, se estimase un poco, faltaba a la hora del almuerzo –entre las 12 del día y las 2 de la tarde– al paseo en el Jirón. A los efectos del paseo y la cita, el Jirón no tenía sino las siguientes cuadras: Mercaderes, Espaderos, La Merced, Baquíjano y Boza. O, lo que es lo mismo, de la Plaza de Armas a la Plazuela de la Micheo. El Portal de los Escribanos no contaba. La calle de Palacio, tampoco. Y tampoco contaban Belén y Juan Simón. Palacio y el Portal eran vías burocráticas o, si ustedes quieren, administrativas. Pertenecían a los aspirantes a prefecto, a subprefecto, a empleado en las diversas reparticiones públicas. En aquellos tiempos, los Ministerios no pasaban de seis. Durante muchos años fueron cinco, hasta que Piérola creó el de Fomento. Y todos, con la Presidencia de la República a la cabeza, funcionaban en la Casa de Pizarro, en el tan mentado Palacio de Gobierno. Hubo tiempo en que ahí estaba hasta la Cárcel: era en la calle de Pescadería. En esos días, la frase “Tomar y Palacio” significaba automáticamente cambio de Gobierno. Cuando nació el sétimo Ministerio –el de Marina–, se inició la descentralización de nuestras innumerables dependencias administrativas. Belén y Juan Simón eran, como se dice en el ridículo lenguaje de hoy, “calles residenciales”. Aquel paseo en aquel Jirón era de mujeres bonitas, de políticos, de literatos, de dandis y de tenorios. En esos paseos nacieron y murieron muchos amores y muchas combinaciones políticas. Al empezar el paseo, como quien sube del Puente, el ambulador dábase de manos a boca con una famosa cigarrería, sita en la esquina que formaban la calle de Los Mercaderes y la de Las Mantas. Aquella cigarrería fue, en tiempos, el más frecuentado mentidero de la época. En Mercaderes estaba la Peluquería de Guillén, en cuyas puertas se apostabantos elegantes para que las mujeres los viesen recién rasurados y con los bigotes luciendo paciente aliño. En la esquina de Mercaderes y Plateros de San Pedro estaban las Gotas Amargas, bebedero curioso que se preciaba de ofrecer tragos nada más que refrescantes y, a mucho decir, de regocijador estímulo. Lo cierto es que, a poco que uno se descuidase, salía borracho. En aquella esquina, pero no adentro del local, sino casi en la calle, solía detenerse don Carlos Wiesse, uno de los maestros más maestros que haya tenido el Perú, pozo de conocimientos y venero inagotable de bondad. En aquella esquina lo rodeaban estudiantes y periodistas. Ahí explicó, una mañana, la significación y los alcances del Derecho Americano de Asilo, y dijo que así debía decirse y no Derecho de Asilo Americano. Los que lo oyeron y aún viven, seguramente recuerdan cómo dijo, sutilmente, que el asilo ha existido siempre sobre todo en los templos y en ciertas grandes casas feudales o en los palacios de príncipes y reyes. El asilo diplomático es creación americana, hijo de la inmunidad y de la extraterritorialidad, cosas, éstas, que nacieron bajo la regencia de Ana de Austria, en Francia, y a causa de que los embajadores solían ser desvalijados en los caminos. Aún oímos las palabras de Wiesse cuando decía que ese asilo era sólo para delincuentes políticos y que sólo tenía alcances políticos. Y, siempre según el insigne tratadista, en cuanto aparecía la más vaga sospecha de delito común, el asilo debía cesar y el diplomático asilador estaba obligado a no otorgarlo o a concluir con él. Así enseñaba entonces el doctor Wiesse. Al frente de las Gotas, en Mercaderes, abríase un inmenso portalón. Por ahí se entraba a la redacción de la revista “Variedades” y en los altos trabajaba la Fotografía Moral. En las tardes del paseo, parábanse en aquella puerta don Clemente Palma, Director de “Variedades” y don Manuel Moral, propietario de la misma revista y de la fotografía. Ambos lucían mostachos enormes. Don Manuel con su aire donjuanesco de meridional fachendoso, que no en vano era portugués, y don Clemente con su facha entre melancólica y satánica, algo agresiva y algo tímida. Y era hombre buenísimo y uno de nuestros más puros y más altos valores literarios. Don Manuel miraba cuidadosamente a las mujeres. No con ojos codiciosos ni lúbricos. Era la mirada serena y escrutadora del artista de la fotografía, que busca la pose y la luz, y era, también, la mirada del experto en tasar ejemplares finos. Una mirada un poco cínica mas no ofensiva. Don Clemente se ocupaba en dividir en dos partes perfectamente iguales un largo cigarrillo color chocolate. Era, don Clemente, fumador empedernido y usaba unos cigarrillos desmesurados, marca Zuzini, color chocolate. Los partía porque, según él, fumando dos cigarrillos chicos fumaba menos, pues arrojaba dos colillas. Esto era cierto hasta cierto punto y dependía del tamaño de las colillas, que no debía ser muy luengo en fumador de los quilates de don Clemente. De todas maneras, el maestro se evitaba aspirar dos o tres miligramos de nicotina sobre mil gramos. De cualquier modo, la intoxicación disminuía. Más allá, en la calle de los Espaderos, se erguía, en la puerta de Broggi y Dora, la figura bizarra y galante de don Andrés Avelino Aramburú, siempre de levita y siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines. Conversaba con políticos. El rumor de los coches era débil. No había algazara en el Jirón, no había gritos y nadie acometía a las gentes para forzarlas a comprar esto o aquello. Paseaba un elegante' de la época con su frío y casi impersonal dandismo demasiado británico, que estuvo a punto de demostrarnos que lo perfecto no es deseable. Y junto a ese dandismo de museo y que lucía la gélida belleza de lo disecado artís-ticamente, movíase el dandismo peruano y nervioso, un poco pícaro, un algo andaluz y un mucho personalísimo de Miguel Miró Quesada. El dandismo de éste tenía el preciso toque de arbitrariedad y fantasía que se necesita para ser original y para atraer miradas. Ambos elegantes eran frecuentadores del Jirón, todos los días y a la hora del almuerzo en aquella Lima de 1912, año más o menos. En aquella Lima que no era silenciosa sino confidencial; que fue gentil sin ser melosa, que fue cortés sin ser obsecuente. Una Lima donde todos nos conocíamos y donde cuando un amigo invitaba a otro a beber un aperitivo y el camarero se acercaba a preguntar qué bebían los señores, ambos contestaban:
–Cualquier cosa

El camarero llevaba para uno un pisco ligeramente teñido vermouth, y para el otro un pisco fuertemente coloreado de ferné. El camarero, pues, ya sabía el significado de esas dos palabras “Cualquier cosa” en boca de sus clientes. No discurrían por el Jirón, a esa hora del paseo meridiano, más vendedores ambulantes que algunas vendedoras: fruteras y floristas. Las paltas eran artículos de lujo, pues Chanchamayo no estaba tan cerca como ahora y los jazmines del Cabo eran flores familiares y no conocíamos la ausencia que hoy los envuelve. Tuvo, el Jirón, algo del Serapeum y del ágora de Atenas: Algo del Foro de Roma, algo del Zocodover de Toledo, algo de las ruidosas calles napolitanas. Donde Broggi, los políticos no cesaban ni un instante en su nobi-lísima tarea de salvar al país. En Guillén, los jóvenes irresistibles se sometían al examen de innumerables ojos femeninos que a lo mejor ni se fijaban en ellos. Y las mujeres iban y venían, deteníanse acá y allá, prodigaban sonrisas y miradas, repartían lindos mohínes de engañoso enfado. En las esquinas, los gastrónomos discutían sobre el almuerzo inmediato, acerca de las listas del Cardinal y de las minutas del Estrasburgo. Aún funcionaba el Americano, en Espaderos, y en las Mantas abrían sus puertas el Globo y el Cataluña. Las calles estaban saturadas de sonrisas, de piropos, de eso indefinible que se llama juventud. Hasta ciertos viejos ilustres, cuando transitaban por el Jirón y a la hora oficial, parecían jóvenes. Para el Jirón no había misterio ni dificultades. Todo era fácil y amable. Dicen que de todo esto no hace sino cuarenta años. Mentira. Debe hacer algo como mil años. Los que vimos aquello seguramente estamos más allá del milenio. Así era Lima, en el Jirón de la Unión, a las doce del día y en el año 1912. Y comprendemos que el encanto del recuerdo reside en que lo que fue no será jamás.

F.

Publicado en el diario EL COMERCIO, primera edición, Enero 13, de 1953

POR FIN LIMA SERÁ UNA CIUDAD DONDE NO HABRÁ
MENDIGOS QUE PIDAN LIMOSNA

Esto de definir y clasificar al mendigo es una de las labores más difíciles de la nomenclatura social. En términos generales, mendigo es el que pide limosna y que no trabaja, el que vive del óbolo piadoso que le dan los demás. ¿Y el que no trabaja y vive del mismo óbolo? Se nos ocurre que también es mendigo, haraposo sucio y lacerado; como no se sienta en las aceras ni se acerca a las portezuelas de los automóviles ni pide limosna públicamente, no está comprendido dentro de lo que, convencionalmente, llamamos mendigo. Entre las obras de misericordia hay una que ordena: enseñar al que no sabe. Pero ninguna nos dice: ayudar al que no puede. Y aquí está el problema de la mendicidad. Podemos tratar la mendicidad como asunto social o por medios técnicos. Podemos tratarla nada más que por medio de la misericordia. Lo inteligente sería fusionar ambos procedimientos, es decir, crear seres humanos en los cuales el higienista y asistente social se injertara en un discípulo de San Vicente de Paúl. A nuestro juicio, para ser mendigo hay que ser necesariamente desvalido. No valerse a sí mismo para nada. Un mutilado, un viejo en extremo y un aquejado de ciertas enfermedades –son muy contadas– son, en realidad, los únicos que merecen protección y los únicos a quienes no puede pedírseles que trabajen, son los desvalidos. Está muy bien que intentemos suprimir la mendicidad callejera, a la cual se acogen, frecuentemente, innumerables sinvergüenzas. A los verdaderos desvalidos debe protegerlos el estado. Nuestra pululante mendacidad callejera obedece a muchas causas. Vamos a enumerarlas. Una, la despoblación de los campos y, como consecuencia, la superpoblación de Lima, es decir, la macrocefalia y su inevitable secuela, la desnutrición, el hambre, el frío, el harapo, la falta de techo. En una palabra, todos los progenitores de la mendicidad, de la nauseabunda e indecorosa mendicidad callejera. Dos, el atractivo que tiene la industria y el comercio, con grave desmedro de la agricultura. Tres, la agonía mundial de la moneda y la funesta intervención, en todos los órdenes, del intermediario. Cuatro, el hecho de que no tengamos ninguna organización y ninguna vigilancia acerca de quiénes y cuántos son aptos o no lo son para trabajar. Tenemos las escuelas de asistencia social, que ya han prestado inapreciables servicios. Pero no las hemos utilizado a fondo. Habría que darles vida y llevarlas al auge, es preciso que sepamos distribuir trabajo para la mujer, para el niño, para el anciano; para los enfermos, muchos de los cuales pueden trabajar; para los locos y, sobre todo, para los ociosos, que tienen su natural asiento en el Perú. Si vemos bien las cosas, el problema no reside en proteger a los mendigos, sino en hacer trabajar a los holgazanes. En todas partes del mundo las gentes pretenden a menor tarea mayor salario; pero, posiblemente, en ninguna parte en forma tan aguda como en el Perú. Para librarnos de todos los apuros y salir de todos los aprietos, tenemos una palabra mágica: combinación. Pero dada nuestra haraganería, nos cuesta trabajo pronunciar toda la palabra y decimos solamente: combina. No sería raro que los que mendigan impúdicamente en las calles crean que están haciendo una combina. Creemos que la mendicidad debe ser castigada como un grave delito social. Otra cosa es socorrer al desvalido. Hay innumerables viejas que nos abordan en la calle para hablarnos en secreto. Dado que celestina nunca fue joven, tememos que esa anciana que se acerca a secreteamos nos traiga alguna proposición ruborizadora y agradable. Por desgracia no es así: viene a pedirnos limosna. La mayor parte de esas viejas podrían ser gobernantas, amas de llaves, cuidadoras de niños o vendedoras en algún puesto en algún mercado. ¿Será que pedir limosna no cuesta trabajo? Esto nos parece improbable. Lo que hay, en realidad, es el fracaso de la vergüenza. Y el incontenible amor a la holganza. Aquí nadie sabe que “el cumplimiento diario del deber es la poesía familiar de la vida”. Así como tenemos conscripción del trabajo. La grandeza de Inglaterra se funda, paradójicamente, en su ilimitado y heroico amor a la libertad y en el rigor de sus leyes, tan severas e implacablemente cumplidas y aplicadas. En este Perú con indios tristes y zambos bailarines y donde la pereza es reina y señora, se necesita enseñar y obligar a trabajar; inculcarle a la gente la certeza de que nunca el ocio es tan dulce como después de un largo y penoso trabajo. Conste que hemos hablado sólo del mendigo visible e innegable. Como quien dice, del mendigo oficial; y quizás el más peligroso es el otro mendigo, el que tiene automóvil y asiste a las salas nocturnas de baile. A ese mendigo que hace como que trabaja. Y nos queda el cuentero: el cuentero del billete de lotería, el cuentero del cuento del tío, el que nos cuenta que su esposa está en agonía y su hijo ha muerto y no tiene para enterrarlo. No necesitamos proteger al desvalido, curar al enfermo y hacer trabajar a todos. Y, ante todo, no tener vergüenza de trabajar y comprender que es más honroso lustrar zapatos que pedir limosna. Siempre será más respetada la mujer que barre su casa, lava su ropa y guisa su comida, que la mujer que vende su cuerpo. En la primera, acicalarse es un adorno; en la segunda, un oficio.

Publicado en el diario EL COMERCIO, primera edición, pág. 3, Julio 26, de 1953.
MI GENERACIÓN Y MIS CONTEMPORÁNEOS


LEONIDAS YEROVI

Si mis apuntes y mis recuerdos no mienten, Leonidas Yerovi tendría, ahora, setenta y dos años. Fue asesinado en febrero del año 1917. Tenía 36 años. Es difícil localizar a Yerovi, y tal es su originalidad que en ella reside su irresistible atractivo literario. No fue un romántico ni un modernista. Estaba en la linde de las dos escuelas. Fue un delicioso humorista, pero, a mi juicio, valía más como lírico. En una conferencia que ofrecí en el centro universitario el año 1911, dije que Yerovi era el poeta representativo de la costa. Este concepto lo recogió, más tarde, José de la Riva Agüero, y, desde luego, le dio autoridad, y la gente se inclinó, justificadamente, a creer que le pertenecía. ¿Quién era yo, qué tenía yo, para ser dueño de ideas tan nuevas? La gloria no consiste tanto en que uno tenga tales o cuales peregrinas ocurrencias, sino en que la gente crea que sólo uno es capaz de ocurrencias peregrinas. Cuando perdí las vanidades y las inquietudes de la juventud, empecé, como todos, a admirar a Riva Agüero. Esto era lo indicado en el orden social.

Leonidas tuvo la profunda ligereza epigramática del genio costeño con la burlona socarronería madrigalesca que hay en los grandes bailarines de tondero. Su ingenio era claro y fresco. La cultura no lo enturbió. La espontaneidad de su verso es lo que le da más gracia. En su obra teatral ocurre lo mismo. Si juntásemos en un tomo sus obras teatrales y en otro sus versos, veríamos que como poeta valía infinitamente más que como comediógrafo. Sus versos burlones al ciento por ciento son los periodísticos. A la cabeza de ellos, sus “Crónicas Alegres”. Hoy poco recordamos de ellas. Pero es imposible olvidarse del “Brindis, de aquellos versos dedicados a Titina, Tina, Tontina; de aquellos que escribió en honor de las empleaditas de tiendas de lujo y de aquel milagroso soneto que dice:

Con un ir y venir de ola de mar,
así quisiera ser en el querer:
dejar a una mujer para volver,
volver a una mujer para empezar.

Golondrina de amor en anidar,
huir en cada otoño del placer
y, en cada primavera, aparecer
con nuevas, tibias alas que brindar.

Esa,!.. aquella...la otra... Confundir
de tantas dulces bocas el sabor
y, al terminar la rueda, repetir

y no saber jamás cuál es mejor
y, siempre ola de mar, ir a morir
en sabe Dios qué playa del amor.

El acendrado, fragante y purísimo lirismo de este soneto, su alegre escepticismo, su voluptuosa conformidad, nos revelan que nos hallamos ante un lírico pocas veces igualado. Es romántico, pero ya tiene factura modernista. Parece resultar de una colaboración de Bécquer y Rubén Darío. Como todos los espíritus de verdad artísticos, Leonidas no era alegre. Trataba, sí, de serlo. Fue muy agudo. Y fue lo menos literario que puede ser un literato de tan alta calidad. Su limeñismo era irreductible. Se aburrió infatigablemente en Buenos Aires. La cosmópolis argentina le inspiró poco. Su poema “El café de las Ghiranlas” es, acaso, lo mejor. Casi lo único. Trabajó toda su vida y lo hizo con tanta elegancia y naturalidad que parecía ocioso. Y nunca lo fue. Cuando lo mataron, estaba escribiendo. Y, cuando lo mataron, estaba “en sabe Dios qué playa del amor”. Pero no estoy haciendo una biografía. Esto es, apenas, un esbozo crítico.  Yerovi no fue un coló-nido, porque detestaba la afectación y jamás entendió la pose; pero perteneció al vasto grupo renovador de nuestras letras. Es, pues, de los nuestros. Cuando el tiempo borre diferencias y realice la síntesis de nuestros movimientos literarios, estoy seguro de que Leonidas figurará como colónido. Porque no cabe duda que esté será el nombre que se le dará al conjunto de hombres de letras que alzamos aire y luz sobre nuestra literatura, que le quitamos su moho historicista y la engastamos a la vida. Será necesario que pasen cincuenta años más para que se perciba el sabor y el perfume de aquellos mostos. Aún no tenemos suficiente bodega. No hay nada como el tiempo para dar o quitar gloria. Se cumple la frase del azangarino:”Vuestra gloria crecerá con los siglos, como crece la sombra cuando el sol declina”, si le aplicamos la frase a Leonidas.

Publicado en la revista COLONIDA, números 2 y 3, de 1916.
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI Y LA GENERACIÓN INFORTUNADA

Hace años, tracé el plan para algo así como una interpretación histórica de la literatura del Perú. El primer ensayo –en el que puse bajo el radiador a Ricardo Palma, Manuel González Prada y Abelardo Gamarra– lo publicó “Diario de la Marina”, el gran rotativo de Cuba. Luego, tomé apuntes para escribir acerca de la que, por antonomasia, es, en la vida literaria del Perú, la “generación infortunada”. La generación a la cual pertenezco. La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leonidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui. En este momento, basta escribir o pronunciar estos dos nombres, para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación casi concluida; aquella generación, la más brillante que ha producido el Perú; la más literaria; la de más completa sensibilidad. Y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud.

Si junto a los nombres de Leonidas Yerovi y de José Carlos Mariátegui, escribimos el de -Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa.

Ni Yerovi, ni Valdelomar, ni Mariátegui conocieron, en la vida, el gozo y el dolor fecundos de los cuarenta años, el desgarramiento luminoso de ese pórtico de madurez. Amados de los dioses y desconocidos de los hombres, murieron jóvenes, y para que muriesen, el Destino le confirió a la Tragedia plenos poderes y sombra funesta a la Fatalidad.

Mariátegui, como sus hermanos de trabajo, de ideal y de infortunio, como Valdelomar, como Yerovi, pensó, sintió y produjo hasta el momento mismo en que le fueron franqueadas las puertas inviolables por las cuales sólo se pasa una vez. Nacieron, vivieron y murieron escritores. Ni un minuto de desfallecimiento mancha sus vidas breves y copiosas. Anegados por la desespe-ranza, se prenden al clavo ardiente del entusiasmo.

No cederé, en estas líneas, que tienen más de dolor necrológico que de ahínco crítico, a la tentación de hacer paralelos. Voy a hablar sólo de José Carlos Mariátegui voy a hablar de él, sin acordarme de que fuimos estrechamente amigos en los años ilusionados y ardientes de la primera juventud.

Entre nosotros –vale decir, entre los escritores–, Mariátegui ha sido, a pesar de su juventud, el más serio, el más disciplinado, el más limpio. Los unos, estudiaron a medias; los otros, no estudiaron. La meditación nunca ha sido nuestra favorita. Sólo Mariátegui conoció los dolorosos favores de esa musa pálida y angustiada que es la meditación. Sólo él se entregó, sin reservas y sin ambages, a las solicitaciones devastadoras de la lectura, esa otra muchacha cuyos besos tienen la fuerza categórica e inapelable de los grandes tóxicos. Mariátegui leyó y meditó mucho. Frente a la vida y frente a los libros fue todas antenas y todos jugos. Recibió y asimiló hasta los residuos y hasta los matices. Y siempre supo convertir en materia revelable lo que aprendió. Receptor y transmisor a la vez, poseyó, para recibir, hondura, buena fe, exactitud y pureza, y para transmitir, claridad, densidad y soltura.

Mariátegui es, hasta hoy, el mejor de nuestros escritores políticos. Su estilo, si bien no presenta la grandeza y el fulgor de la prosa de González Prada, brilla con la suavidad de los mármoles finos y es neto y diáfano como las iluminaciones de ciertas galerías fotográficas.

Como escritor político –que eso fue aun cuando ejercía de crítico literario–, Mariátegui tiene el mejor y más alto de los títulos: el amor a la patria. El amor a la patria, grave pecado que en el Perú lleva duros castigos. A Mariátegui, como escritor, le interesaba, por encima de todo, su patria. A interpretarla, a componerla, a guiarla, dedicó los más puros e intensos esfuerzos de sus años más lúcidos. Y al igual que Vigil y que González Prada, al igual que Sebastián Barranca y que Abelardo Gamarra, pagó bien caro el extraño delito de haber amado tanto a su país. La pobreza, la enfermedad y el olvido han sido su premio. Un premio muy nuestro. Loemos a los dioses que tan a la peruana premian a los peruanos.

Mariátegui, en cuanto escritor político, nos ha dado el ejemplo de un alto idealismo constructivo y, en cuanto escritor, nos deja una prosa azorinesca, rara y, por rara, selecta, en un medio tropical y supermetafórico; en un medio donde la imagen oropelada suplió siempre a la idea hermosa en su clara desnudez. En un medio donde la decoración gótica reemplazó al resplandor impoluto de las líneas clásicas. Para decirlo en pocas palabras: en un medio romántico. Mariátegui quedará como el más sereno y transparente de nuestros prosadores. Y como el más idealista, el más estudioso, el más disciplinado y el más ferviente de nuestros politicógrafos. No compartí nunca sus ideas poco menos que comunistas. Yo soy, apenas, un socialdemócrata. Casi un filisteo para la Tercera Internacional. Pero comprendo que dentro de las fórmulas de su extremo socialismo, Mariátegui quiso anhelosamente salvar a su patria, crearle una realidad feliz, interpretar su historia eficazmente y descubrir caminos que la llevasen a un porvenir mejor.

La pobreza, la envidia, la incomprensión y la indiferencia le quitaron grandeza a su obra. Necesitó mucho tiempo para sufrir y para perdonar. Tiempo que pudo haber entregado a sus especulaciones favoritas. La muerte lo rondó desde temprano. Ya en la mañana de su vida, conoció, en las horas del crepúsculo vespertino, esa melancolía que domina, en tal instante, a los hombres que nacieron con el destino de morir jóvenes.

Débil y aniñado, poseyó la vitalidad enérgica que da la inteligencia en función constante. Más que la dolencia física, lo han muerto las emociones. Como todos los que comparten con él los dolores de la generación infortunada, Mariátegui nunca conoció un momento de alegre reposo; nunca supo de la despreocupación de la vida para entregarse de lleno al arte. El aplauso lo visitó poco y siempre con heraldos de despechos y séquito de amarguras.

Ahora que se va a pasear, sobre los asfoledos inmarcesibles, su juventud y su dolor, compañeros de la juventud y el dolor de los que le precedieron, su nombre queda incrustado en su patria, a manera de un camafeo heroico. Símbolo de una época ante la cual llorará la posteridad sin comprender nunca cómo hubo día y hora en que la impiedad y la injusticia pudieron ser tan grandes y tan frías.

En el porvenir, los artistas jóvenes organizarán peregrinaciones a las tumbas de Yerovi, de Valdelomar y de Mariátegui. Ellos lucen la sangre del martirio y la gracia de la anunciación. Ostentan la grandeza del holocausto y con sus vidas tan duras y sus muertes tan ungidas de tragedia les enseñarán a los hombres de mañana que sólo devienen poderosos y admirables los pueblos donde la inteligencia y la sensibilidad son el orgullo de las minorías y el milagro encantador de las multitudes.

Acaso los tres protomártires merezcan una tumba común. Una tumba simple y blanca, de puro mármol jónico y encima de la cual se alce una de las grandes estatuas de la Antigüedad. Quizá la Victoria de Samotracia, con sus inmensas alas inútiles.

Publicado en CASCABEL N° 513, paginas 26-27, Abril 19, 1930 y en Andanzas de Federico More, prólogo y selección de artículos, compilador: Francisco Igartua Rovira, Editorial Navarrete, Lima, de 1989.

Escribe un colónido

EN CIERTOS TIEMPOS, LIMA TUVO PALAIS CONCERT,
ZOOLÓGICO, BROGGI Y DORA, JARDÍN DEL ESTRASBURGO
Y VIDA NOCTURNA

Como los hombres, las ciudades tienden a transformarse incansablemente hasta que les llega el momento de la decadencia. Pero que una nación se trasforme no quiere decir que se despersonalice, que pierda su carácter o, lo que es lo mismo, que anticipe su decadencia. Y esto es lo que va ocurriendo en Lima. Esta ciudad que, por su clima suave, siempre conoció una alegre vida nocturna, ya no la tiene. Que la ciudad se haya agrandado no quiere decir nada. El que se meca-nice hora por hora es, más bien, un peligro. Nada se logra con que Lima empiece en Ancón y termine en Chosica, extendiéndose, por otra parte, hasta La Punta. Hemos dicho mal: se logra que los choques entre los vehículos motorizados aumenten día por día. Se logra que la proporción de peatones atropellados sea más impresionante que una novela policial. Hasta hace como un cuarto de siglo, era posible, para ricos y pobres, hacer vida nocturna casi sin salir del jirón de la Unión. Al final de la calle Palacio funcionaban tres cafés: el Humberto, el Maximiliano y el Roma. Los tres amanecían y los tres eran para gente modesta. En el Portal de los Escribanos estaba el Jardín de Estrasburgo, que tenía una puerta de escape a las calles de las Mantas. El Estrasburgo cerraba muy avanzada la noche y era, verdaderamente, un jardín. Estaba lleno de senderos cubiertos con menudas piedras de río. A las tres de la mañana era fácil, en el Estrasburgo, comer un buen lomo con papas fritas. No era para gente humilde y, en un tiempo, fue el local con más rango en Lima. Broggi y Dora –lo mismo el local de la calle de los Espaderos que el local de la calle de los Plateros de San Agustín– servían para iniciar vida nocturna. Broggi y Dora servían los mejores aperitivos que haya bebido Lima. En los altos del local de los Plateros de San Agustín, poseía comedores de lujo que servían banquetes pedidos con anticipación. Los bajos de ese local de la calle de los Plateros de San Agustín fueron, principalmente, un bar. En la calle de los Espaderos, Broggi y Dora tenían dos salas contiguas: una era un bar y la otra confitería y salón de té. Los locales de Broggi y Dora cerraban, más o menos, a las diez de la noche, pero, cuando cerraban, ya eran muchos los clientes que opinaban que el que no la sigue la pierde. Siempre en la calle de los Espaderos, funcionó el Hotel Americano, célebre a principios de este siglo por sus lomitos y por sus tallarines. Todos estos locales eran caros. En mil novecientos abrió sus puertas el Palais Concert en la esquina que forman Baquíjano y Minería. La entrada principal estaba en Baquíjano. Fue bar, confitería, heladería, salón de té. Lima vivía arrullada por la música vienesa. Y fueron las damas vienesas las que alegraron, primero las noches del Estrasburgo y, después las del restaurante del Jardín Zoológico, inmenso y reverberante local de cristal que se encendía como un ascua, al final de lo que es hoy el Paseo de la República. Beber los primeros aperitivos en Broggi y Dora, reeditarlos en el Palais Concert para ir a comer, a las once de la noche, en el Zoológico era el colmo de la elegancia. Aquellas comidas no terminaban nunca antes de las dos de la mañana y fueron el encanto de las niñas bien de las casas mal y de las niñas mal de las casas bien. Los estudiantes, los artistas y los vagos de buena conducta comían en el Restaurante Francoperuano, en el Portal de San Agustín o en el restaurante La Bonne e Toyle en la calle del Teatro. De la comida, se iba a la zarzuela o a la comedia. Terminada la función, la muchachada tenía muchos sitios. El salón Mi Casa, en la Calle Ortiz, donde el propietario, Rafael Rodríguez, se lamentaba interminablemente de no vivir en Málaga y de no comer boquerones todo el día. Era algo muy español. Lo más limeño era irse al Café de los Balcanes, en la calle del Teatro o bien – esto ya al filo de la madrugada – al Café Can Can o al Café Lima, en la calle Presa y anexos al mercado central. Aquella era la hora del tacutacu, del chilcano, del emoliente y del pan con chicharrón. En la calle Viterbo, casi al abrirse el Puente Balta, estaba el restaurante Viterbo, donde servían una pomposa comida italiana que no hemos vuelto a ver. No amanecía; pero llegaba hasta la medianoche. En la calle de la Pescadería estaba el restaurante El Edén, donde presentaban una impresionante comida alemana y donde el aperitivo estaba constituido por dos o tres litros de cerveza y por un kilo de papas fritas. No tenía hora de cierre. Cerca de esas casas que los hombres virtuosos llaman lenocinios, funcionaba la Viuda Alegre y el Restaurante de Panchón, siempre poblados de parejas con mujeres siempre muertas de hambre. Ahí servían unas carnes llenas de grasa y unas grasas que parecían sopas. En la calle de Boza estaba el Morris Bar. Era sólo un bebedero. El verdadero bar. Pero cerraba tarde. Los periodistas y sus cómplices tenían en la calle Filipinas el restaurante de Paderes, que cerró un tiempo y reabrió más tarde en la calle de Matajudíos. La muchachada de las imprentas siempre le llamó Paderes a Paredes, y es que Paredes nunca pudo llamarse a sí mismo Paredes. Siempre las papas a la huancaína con una semana de antigüedad. Siempre las papas rellenas eran cementerios de moscas. En aquellos tiempos, no era fácil ir al Callao; pero en caso de ir, allí estaba el Bar de los Marítimos, lleno de marineros, de idiomas y de razas. Al Bar de los Marítimos concurrían las pobres mujeres de la calle de Piura para emborracharse con los marineros. En el Callao también funcionaba el Salón Blanco, restaurante donde más suntuosamente hemos comido. Son muchos los factores que han contribuido a que la vida nocturna de Lima desaparezca o esté al alcance sólo de algunos millonarios, que puedan pagar veinticinco soles por una botella de cerveza, o de algunos mendigos que, en compañía de perros sin dueño, husmean los montones de basura. En primer lugar, han vendido el cuento de las siluetas, el de la presión arterial y el de que no hay que comer de noche. Luego, y por razones que no comprendemos, la producción de alimentos se ha reducido en demasía. Los habitantes de todo el Perú quieren vivir en Lima y es evidente que Lima no puede alimentar a los habitantes de todo el Perú. Pero hay casos extrañísimos. Por ejemplo: las menestras y casi todos los productos hortenses han desaparecido. Los peces de nuestra costa marítima emprenden viajes cuyo itinerario es difícil determinar. Las gallinas y las vacas parece que no tienen crías. Otro tanto puede decirse de los demás animales de cocina. Desde que nos hicieron comer carne de perro y carne de gato, le tengo horror al cabrito. Al transformarse la vida galante, naturalmente se ha trasformado la vida nocturna. Ha desaparecido el teatro y tenemos que convenir en que con las sombras del cine es imposible organizar una cena. Todos los andinos que vienen a Lima viven constantemente acatarrados y son tuberculosos, por decir lo menos, No están, pues, para pensar en vida nocturna. Las mujeres más o menos alegres prefieren un par de medias de nylon a una buena cena. Y seguramente el lápiz rojo con que todo el día se untan los labios les ha malogrado el aparato digestivo. Hace un cuarto de siglo, los hombres de arte –literatos, pintores, escultores y músicos– vivían más o menos unidos. La esquina del Palais Concert era el centro literario de Lima. Hoy la inteligencia es algo solitario y monótono. El Teatro Municipal y el Teatro Segura son los únicos locales que nos quedan para que trabaje el arte dramático de carne y hueso. Después hay más de cien salas pobladas de espectros. Con el cinematógrafo colabora la radio. En estas condiciones, la muerte del arte es inevitable y es inevitable la homogeneización de las ciudades. Al despersonalizarse el individuo, se borran los colores tradicionales de la ciudad. Defendamos nuestras costumbres, sin oponernos a la modernidad, pero sin permitir que le quiten a Lima lo mejor que tiene: la pátina.

Publicado en la revista CARETAS N° 11, págs. 37-39, Agosto, de 1951.  

ESTÁ BIEN MAMBO, PERO NO TANTO

Nada hay que objetar contra el apogeo del mambo. Cada época tiene lo suyo y lo que está de acuerdo con la época siempre es bueno. No hemos oído del mambo y es intencionalmente que no lo hemos oído. Acaso nos hubiera gustado y escribiríamos bajo el prejuicio de que nos gustó. De haber ocurrido lo contrario, el prejuicio habría sido el contrario. Y el prejuicio nunca es bueno, salvo que tenga, para decirlo con frase viejísima, el único prejuicio de no tener prejuicios. Nos cuentan que en algunos locales públicos de Lima las gentes han bailado sólo mambo toda la noche. Muy bonito debe ser el mambo; pero mambo desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana. Cuán diferente eran los antiguos bailes. Hablamos de los grandes bailes, de los saraos, no de las tertulias donde ocasionalmente se baila. Iniciábase la fiesta con la cuadrilla de lanceros. Cuatro parejas. Nada más, las cuatro damas y los cuatro caballeros más encopetados. Por ejemplo, en el famoso baile que, en 1905, se le ofreció a Don Roque Sáenz Peña, bailaron la cuadrilla de lanceros el Presidente José Pardo con la señora Carmen Heering de Pardo; el Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario argentino con la esposa del Alcalde de Lima y el Alcalde de Lima con la esposa del Plenipotenciario argentino. Luego venía la cuadrilla francesa. Ahí entra todo el mundo. En seguida iban alternándose el valse, la mazurca y la polca. Muchos años antes, figuraban el pas de quatre y el pas de patiné. Después se incorporó el tango. Más tarde vino el valse Boston y a veces lució su gracia el valse criollo: ese valse en el que a veces se confunde el sentimentalismo arequipeño con la picardía de Lima. Pero nunca perdió su rango de valse de Viena. Aún no lo ha perdido. Las niñas llevaban carné. Era, generalmente, de pergamino, aunque baile hubo en que los carnés, fueron tablillas de marfil. Un lazo de seda iba, con un lápiz, atado al carné. Ahí figuraban los bailes y los mozos solicitaban el primer valse o la primera polca o la segunda mazurca. Que un mocito y una muchacha bailaran por primera vez a nadie le llamaba la atención. Que bailasen dos veces ya daba lugar a cuchicheos. Si bailaban tres veces significaba poco menos que matrimonio o, por lo menos, noviazgo. El mocito se acercaba a la chica, le ofrecía el brazo y “la sacaba a bailar”. Terminado el baile, la conducía siempre de brazo a su asiento. Y, al fin, una reverencia. Hoy, el caballerete, plantado a mitad, no del salón sino de la pista de baile –la pista, señores, fijarse bien– le chista a una muchacha. La muchacha se pone de pie y marcha hacia el fino galán. Bailan y el fino galán la deja plantada, en mitad de la pista a la chica. Bueno, estas cosas es posible hacerlas en una pista. Era imposible hacerlas en un salón. Un scottis bien bailado no tiene sitio en una pista. El tango cabe. En aquellos de las sedas crujientes, de los corsés que tenían algo de presidio, de los peinados monumentales, de los abanicos. “El tesoro del cielo es menos rico que el tesoro que vela la importuna caricia de marfil de tu abanico”. De pronto empezaron a galopar a lo ancho y a lo largo del mundo los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y nacieron la guaracha, el bote, la rumba, el bolero, el shimmy, la conga, la zamba, la machicha, el son, el fox trot, el one step, la bamba. Y, al fin, término y fin de una civilización, el mambo. Ya no existe el delicado ambigú de antaño, al filo de las tres de la mañana. Pasteles, muchos dulces, montañas de golosinas, cataratas de refrescos. Y casi nada de alcohol. Algunos señores muy serios e importantes paladeaban una copita de oporto, de jerez, o de cognac. Nunca hubo pacatería. A las cinco de la mañana, minutos antes de partir, sonaba la marinera. Y así como los lanceros eran bailados por las gentes de pro, la marinera era cosa de muchachos. En los bailes antiguos, el crepúsculo matutino estaba representado por la edad madura o por la ancianidad. El véspero lo simbolizaban los jóvenes. Y es que, como ya lo dijo alguien, nada se parece tanto al ocaso como la aurora. Hoy hay huaiños con tiempo de valse. Cuando las danzas empezaron a ser un poco ligeramente indecorosas, su Santidad Pío Décimo recomendó la furlana. Era un baile casto, casi un baile casto, casi un baile para música gregoriana o para canto llano. Pero era elegante, suave y no exento de coquetería. No ha prosperado, porque la lubricidad de los hombres no conoce frenos. Tampoco ha tenido buen éxito un delicioso baile brasileño: El tiroliro, cadencioso y exquisito, pero sin saltos y sin sobresaltos. Un baile de tono europeo, como la mazurca y la polca polacas, como el valse vienés, como las danzas francesas del siglo dieciocho. No hablemos ya de la pavana, de la gavota, del minueto, de rigodón y de la contradanza. “Galantes pavanas, fugaces gaviotas –cantaban los dulces violines de Hungría”. Ya que estamos en la era del mambo, oigamos y bailemos mambo toda la noche. Pero conste que aburre comer pavo todos los días. Un régimen de mambo puede quitarnos las ganas de bailar, como un régimen de zanahorias quita las ganas de comer. Cultivemos siempre la unidad en la variedad. El baile es uno: los bailes son muchos. Y, a la hora de bailar recordemos que no somos africanos, que no hemos nacido bajo palmeras ni que tenemos por toda esperanza un oasis. Antes se decía que fulano era un excelente valsador. ¿Creen ustedes que, honestamente, puede decirse que fulano es un excelente mambeador? Hay palabras de suyo indecentes, como hay personas que siempre parecen sucias aunque se bañen tres veces al día. Bailar mambo toda una noche es no saber bailar. Todo pide dosis. Hasta el mambo.

Publicado en el diario EL COMERCIO, Edición de la mañana, pág. 5, Marzo 12, de 1951 

QUE EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA SEA NUESTRO PAN

Según se dice, el trigo fue llevado a Europa, desde la India, por Alejandro de Macedonia, después de la batalla de los Elefantes. Los griegos se apoderaron de la prodiga y materna gramínea y la llamaron pan. Es decir, todo. Pan se llama el dios de los campos, aquel que, con sus patas de chivo y “dos cuernos de sátiro en la frente”, asusta a los pastores y a los labriegos, cuando éstos creen verlo entre las sombras purpúreas del crepúsculo vespertino. Pronto la palabra pan significó sustento. Y este fue el sentido que le dieron los evangelios, en la incomparable oración que aprendemos en la niñez y que no podemos olvidar en la ancianidad. Los países no productores de trigo fabrican pan de cebada, pan de centeno y pan de avena. Y los grandes panificadores han sido los franceses, los italianos y los españoles, productores de trigo. Por ellos conocemos la pastelería y todo lo que en ella hay de artístico y hasta qué punto puede competir con la orfebrería. Lima, heredera, a través de España, de la latinidad, ha sido tierra de grandes tahoneros. Si en Inglaterra, el progreso es quien cuida a la tradición, en el Perú es quien la asesina. Por lo pronto, casi no producimos trigo. Qué razones misteriosos hay para esto, no lo comprendemos, no somos ni economistas ni grandes terratenientes. Gracias a Dios. Podíamos hacer pan de centeno, pan de avena, pan de cebada, pan de maíz, pan de menestra. No nos da la gana. Y Lima casi ya no conoce sus viejos panes, tan agradables. Sólo quienes no lo hayan conocido pueden no conmoverse ante la desaparición del pan pinganilla, que era el pan familiar y de trigo blanco. Casi ha desaparecido el pan de Guatemala. Ya no hay semitas, aquellos panecillos suaves, espolvoreados con azúcar. Ya no hay el comeicalla, cubierto de manjarblanco. Se han ido los cachitos de manteca y es muy difícil encontrar rosquitas de manteca, indispensables para la carapulcra. De las hogacitas de manteca no hablemos. Ni siquiera son un recuerdo, sino una leyenda. Hasta no hace mucho, a golpe de diez de la noche, aparecían en las calles de Lima los vendedores de revolución caliente; iban con sus farolillos para vender sus píldoras de harina tostadas, que eso es la revolución caliente. Sabemos que en Arequipa ha fallecido el mollete, pancillo redondo, ligeramente horneado y compuesto con la harina más blanca. Y que, siempre en Arequipa, tampoco aparece el tradicional pan de tres cachetes, el pan casero por excelencia y que estaba formado por tres bolas unidas de modo de formar un triángulo. No era, precisamente de harina blanca. Era casi un pan integral. Puno conocía la sarna, encanto de colegiales. Era un pan de buen tamaño, redondo, de harina no muy limpia y cubierto con pedazos de queso, de fruta o de chancaca que, en efecto, le daban un efecto de un tejido sarnoso. Y así era la golosina de los muchachos. Ayacucho conoció el pan de huevo. Se volatilizaba al acercarlo a los labios. En las noches, junto con el chocolate, las casas ayacuchanas servían sopas espesadas con pan amarillo. Y al fin, tuvo la champie, un pan inmenso preparado con la mejor harina. En el departamento de Junín aún viven los panes de Concepción. Claro está, en nuestras pastelerías de lujo preparan lo que pidamos y hay algunas novedades. Pero no se trata de esto. Se trata de conservar las tradiciones; porque ellas son lo que más vale en los pueblos. Para traer cosas nuevas, no es absolutamente preciso que sean asesinadas las antiguas. Todo puede coexistir. Y más y mejor si se trata de pan. En nuestros Andes coexisten el ferrocarril, el avión, el automóvil, la mula, la llama, el pollino y el caballo. El pan es augusto y doméstico. Es venerable en la Eucaristía y dulce en la mesa de los padres o al lado de los hijos. El pan francés y el pan de molde, hoy tan en uso, no son desagradables; pero valen menos que el viejo pinganilla. Con el pan de molde o con el pan francés es imposible preparar una buena butifarra que vino al mundo para dormir abrazada por el pan pinganilla. ¿Dónde está la encimada, tan grata en compañía de los postres? Si estudiamos bien las cosas, veremos que el tamal limeño, el tamal de Supe, la humita de nuestra sierra y el juan loretano son nada más que otros tantos panes. No nos lamentamos de la aparición de los escones, de los brioches y de los grasines. Son muy agradables. Lo maravilloso es la aptitud que tenemos para olvidarnos de todo lo nuestro. Y nuestro increíble mal gusto. Al turista, no le ofrecemos las suculentas comidas de la costa. Pero lo tenemos con las narices metidas en ponchos y ojotas, en chullos y en chumpis; lo ahogamos con los huaiños y con las cachuas. Al tondero, que lo parta un rayo. El Perú es todo esto. En materia de casa – es decir de mesa –son las mujeres las depositarias de la tradición. Está muy bien que sean taquimecas y hasta que bailen mambo. Pero no se olviden que el hombre se aleja de la mujer que no sabe alejarlo de la fonda. Piénsese bien en que la no diferenciación de los sexos es algo netamente marxista. Ya los soviéticos han cometido el estúpido sacrilegio de que una mujer celebre misa. Nosotros descendemos de las culturas del Mediterráneo, de aquellas según las cuales los hombres son padres y las mujeres son madres. Cumplidos nuestros respectivos deberes, bailemos mambo o tomemos aperitivos satánicos. Padre Nuestro que estás en los Cielos: que el pan nuestro de cada día, sea nuestro pan.

Publicado en el diario EL COMERCIO, Edición de la mañana, pág. 5, Abril 14, de 1951.