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ANDANZAS DE FEDERICO MORE

ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Federico More Barrionuevo

More y los hombres de su tiempo

CARTA DE UN DESESPERADO

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

sábado, 6 de junio de 2009

Andanzas de Federico More




DE las características que lo hicieron el inspirado poeta, crítico literario de aguda percepción, encendido panfletario, cronista de nota, versado ensayista y maestro de periodismo que todos reconocemos en él, su inteligencia se erige luminosa entre las brumas de nuestros recuerdos para dibujamos la inconfundible silueta de uno de los personajes que mejor prestigia a las letras peruanas: Federico More.

Y son, precisamente, los mejores frutos de esa inteligencia feraz e inagotable los que Francisco Igartua, director OIGA, acaba de publicar en una sustantiva (y voluminosa) antología: Andanzas de Federico More, bajo el sello de Editorial Navarrete.

La selección de artículos, aparecidos en publicaciones del Perú y del extranjero, proporciona en 286 páginas una visión integral de los temas por los que More paseó pluma e ingenio. Aparecen, así, los mejores textos desde su época en "Colónida", con Abraham Valdelomar, Alfredo González Prada, Augusto Aguirre Morales y Roberto Badán, hasta sus interesantes, sabrosos y temidos artículos políticos que sentaron cátedra, sobre todo, en los años 30. Sobre ese período, Jorge Luis Recavarren dice: "More era inconfundible en el periodismo político de los 30. Era algo así como Manolete de su tiempo: ahí estaban Luis Miguel, Arruza, Armillita, Rovira, etc. Sin embargo, Manolete era Manolete. ¡Lo que hubiera sido More si hubiera cuidado más la línea, si se hubiera atrincherado en una firme concepción valorativa!".

Estampa de una vocación Federico More había nacido en Puno el 21 de enero de 1889 -Andanzas aparece como parte de las celebraciones de su centenario-. Era descendiente de John Moore, escocés emprendedor que buscó asentarse en el altiplano para beber de su belleza sin par. En la Hacienda de sus padres transcurrieron su infancia y adolescencia. En cierta oportunidad recordó: "He puesto en el periodismo la seriedad que los niños ponen en sus juegos".

More pasó luego a estudiar al Colegio de los Jesuitas en Arequipa y la secundaria en el Colegio Nacional San Carlos, donde dejaría sus primeras líneas periodísticas en “EI Fuete". En 1906 publica poemas aurorales en "El Lucero"; cuatro años más tarde es llevado a Lima por los universitarios y pronuncia un encendido discurso sobre la juventud. "La Crónica" se convierte en una nueva tribuna y dese allí, como Stylo, escribiría: “La originalidad y la fuerza del decir no tienen más origen que la fuerza y originalidad del pensar". En el 15 funda y dirige "Lléveme usted" y "Cómo está Ud.” Luego viene la etapa "Colónida” y funda, también, "Don Lunes". En 1920 viaja a Buenos Aires y escribe en "La Razón", "La Crítica" y "Caras y Caretas". El 28 está en Bolivia, donde gana un premio de poesía. En el 30 lanza "El hombre de la calle", el 32 "Todo el mundo", "La calle" y "Cascabel". Ese año polemiza con Chocano por el asunto de los derechos peruanos sobre Leticia, en litigio con Colombia. En 1950 escribe en "El Comercio" y en "Caretas", entonces dirigida por F. Igartua, donde nació entre ambos una amistad que terminaría el 8 de febrero de 1955, con la muerte de More.

TODO MORE
El minucioso trabajo de selección efectuado por Igartua asegura al lector iniciado una fresca aventura de recreación y memoria con el estilo riguroso pero claro, versado y ameno, pero siempre fino, irónico, desbordante de More. Para quien recién lo conocerá, además de todo lo anterior, Andanzas le brindará la oportunidad de una cita con información de primera línea en lo histórico, político, literario y periodístico, y con lo mejor de la prosa castellana, bajo la firma de una de las mentes más lúcidas de las letras hispanoamericanas.
More visto por More

Apuntes biográficos

Cascabel tiene uso de razón

Al amanecer del doce de marzo de 1935, apareció CASCABEL. Era un martes. Al amanecer de hoy, jueves, doce de marzo de 1942, también aparece CASCABEL. Son siete años, hora por hora y número por número. CASCABEL corre el peligro de tener antigüedad y de dejar, así, de pertenecer a la prensa chica, famosa por su esfuerzo de vanguardia, porque no tuvo en cuenta el tiempo, porque cree que los amados de los dioses mueren jóvenes y porque no duda de que solamente los niños dicen la verdad. El único título de CASCABEL, en esta breve carrera que no tiene más peligro que ir convirtiéndose en larga, es haber intentado, siempre, decir la verdad. Inclusive ha pretendido envolver la fuerte desnudez de la verdad en el manto diáfano de la fantasía, para decirlo con la incomparable frase del maestro portugués. En otros términos: CASCABEL se ha esfor­zado a favor de la verdad hasta mentir por ella. Saber mentir y saber que se miente es la forma más cruel de decir la verdad, aunque la verdad es una divinidad infeliz que, desnuda, se esconde en el fondo de un pozo y no soporta el ataque violento de la luz. Ella no sabe si la luz es una forma brillante de la mentira.

CASCABEL se ha esforzado en demostrar que es posible no decir ni la verdad ni la mentira: la inteligencia de los hombres es tan escasa que en sus frecuentes disputas las confunden y las barajan. Por eso inventaron la Dialéctica y la Sofística, antes de mentir buscando la verdad. En busca de la verdad, los hombres han inventado palabras encantadoras y maravillosas: Ilusión, Esperanza. Amor... Han inventado religiones y mitos y, para explicarlos, han inventado otras palabras también encantadoras y maravillosas: Fe, Caridad, Más Allá. Y se han consolado con sus propias palabras como el niño que, dentro de un cuarto oscuro, silba y tararea para no tener miedo. CASCABEL ha manejado estas palabras con alegría y con estoicismo verdaderamente dignos de nuestra latitud. Quizá nunca haya dicho la verdad; pero seguramente nunca ha mentido. Para CASCABEL la verdad sigue, escondida y desnuda, en el fondo de un pozo. Mientras no salga y no la veamos, nos será imposible mentir.

CASCABEL ha conocido y cultiva la gloria del rincón donde el último espadachín combatía. Al sentirse constantemente acome­tido, ama la lucha, gustaría perecer en ella y está seguro de que la muerte de los que mueren bien se confunde frecuentemente con la inmortalidad.

CASCABEL se ha convertido, en un conjunto de gentes de trabajo y en un esfuerzo comercial. Cumple siete años y teme envejecer. Le queda la confianza de que nunca será decano y de que en su vejez encontrará siempre muchos que lo superen. Siempre será más joven. Los siete años son, entre los católicos, el principio de la mayor edad, el punto sazonado en que dicen que la razón empieza. Nuestro pobre Kant, que amó, cultivó e inventó la razón, habríase quedado perplejo si se le dice que el uso de la razón empieza a los siete años. Para Kant la razón era una forma de encontrarse en el mundo y entenderle. La forma de ver un árbol y de mirarlo crecer. La forma de llegar a descubrir, a lo largo de una vida, que la copa del árbol impidió ver el campanario que estaba al frente. La razón es como el árbol: su crecimiento y su desarrollo valen para ojos ajenos, porque el árbol se ignora a sí mismo. CASCABEL se ignora a sí mismo y cumple su función con la inocencia, con la seguridad y con la pureza que tienen el encéfalo para pensar y el intestino delgado para digerir. El que sabe que está pensando es poco menos que loco; el que sabe que está digiriendo es poco menos que estilico. En cuanto las funciones naturales se convierten en hecho analizable, crean al enfermo. El encanto de la salud es que es nada más que un don de vivir, ignorante de las funciones naturales. Esto es lo que se llama entusiasmo. La ciencia es hermosa en cuanto mecánica. En cuanto orgánica, es pedante. De tal modo, la teoría de las glándulas es discutible, literaria, retórica, pedantesca. En cambio, la teoría del automóvil es exacta y limpia. Algo más: es vulgar como la vida. Y el automóvil viejo es vulgar como el cadáver. En esto no hay nada orgánico, no hay nada discutible. Nació, creció, vivió, murió. Las glándulas, la función, la filosofía de la vida no valen nada en este caso. CASCABEL, al adquirir, escolásticamente, uso de razón, aspira a ser una rueda más en el mecanismo de la Patria. CASCABEL aspira a identificarse con el Perú en sus errores y en sus defectos. Para elogiar sus virtudes y enaltecer sus méritos hay muchas bocas y muchos papeles. CASCABEL quiere ser el hígado, listo para absolver todo lo malo y para eliminarlo. Ama sólo al Perú; con sus equivocaciones, con sus errores, con sus injusticias. Así como el buen enamorado ama a su amada sin darse cuenta de que sus facciones, y su color, pueden ser discutibles. La Patria es mujer y CASCABEL es hombre. Al cumplir otro año de vida sólo deseamos que nos dure la entereza, que no nos abandone el entusiasmo y que podamos enseñarles a las gentes el arte dulce de la tolerancia; enseñarles a no cometer crímenes en nombre de la justicia; enseñarles, para decirlo con la frase de uno de nuestros grandes escritores, que la piedad es la justicia del corazón. Repetirles aquel incomparable consejo que don Quijote le dio a Sancho cuando el pobre escudero iba a ser goberna­dor: «y si doblas la vara de la justicia, Sancho, hijo mío, que sea al peso de la misericordia y no al de la dádiva»... Enseñarles, en una palabra, que la mentira no es otra cosa que la forma galanteo piadosa de la verdad. Aprendamos, lectores, a mentir sin ultrajar a la verdad, así como las mujeres han aprendido el arte sutil de vestirse sin ropa. CASCABEL, al empezar su octavo año de vida, desea únicamente serle fiel al Perú y ser fiel a sí mismo y que, cuando haya engaño, nos engañemos todos de común acuerdo. De este modo, crearemos todos la verdad posible, la mentira probable, la Patria segura. La Patria con sufrimientos, con heroicidades, con glorias, con penas, con grandezas y con derrotas. La Patria, imagen ideal permanentemente incorruptible como la mujer amada, que alguna vez puede llegar a vieja, pero que nunca será fea. La Patria que, como el amor, se confunde inmarcesiblemente con la juventud. CASCABEL aspira a ser un reflejo constante de los defectos del Perú. Para sus virtudes, quedan muchos, que las dicen.


Cascabel tiene uso de razón, Oiga, V Etapa, N° 415, pag. 50, 23 de Enero de 1989
More literario – Rapsodias ante el Illimani

En una madrugada de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar... y fue la Tierra
y en el temblor violeta de las arenas grises
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron Vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.

Y nació el Valle tibio que se inclina,
amoroso y curioso, hacia la mar;
el valle que se excita con el alga marina
y el yodo, surtidores de un perfume solar;
el valle que, a la sombra dulce de la colina,
sueña con la distante montaña familiar.

Encima de los valles costaneros
desplegaron sus amplios miradores
los llanos montañeses;
y una tarde, entre un pálido preludio de luceros,
al punto en que la Noche da muerte a los colores,
bajo el Viento lloraron las flores y las mieses.
...Cosmogónica noche... Fantasía
engendradora... Lucha de elementos...
Caos, padre del Día...
Elevada llanura nutrida por los vientos...

Cuando sus rubios ojos de flor abrió la aurora
su luz cayó risueña sobre los altiplanos:
lagos, montes, florestas... y fue la hora
en que el Sol pobló al mundo de ritos y de arcanos.
…………………..……………………….
A modo de un vigía puesto en el horizonte,
sobre el centro irradiante
y a un paso de las Islas del Sol y de la Luna,
salta la forma tutelar del monte,
la mole familiar y fulgurante
portadora de fuerza, de ensueño y de fortuna.

¡Illimani!... ¡Illimani!... saludaron
las alegres ondinas del Lago y el fulgente
Señor del Cusco y de Kalasasaya.
illlimani!... illlimani!... Así cantaron
con voz multicadente,
la puna, el valle, el río, la colina y la playa
Oh divina montaña que surgiste
sobre la tierra formidable y triste;
conjunto de orgullosas cabezas impolutas,
monstruo lleno de gracia,
Padre de la armoniosa y ardiente aristocracia
que a tus pies diseminan las cantutas.
………………………………………..

La ciudad que nació bajo tu sino
remeda tu sinuosa contextura
y en ella, como en ti, cada camino,
es una aspiración hacia una altura.

Todo le has dado a tu ciudad: fiereza,
quietud, serenidad y fortaleza,
el candor de tus nieves, la fuerza de tus rocas;
cual ella te remeda, tu la evocas;
quien la ve, te conoce; quien te ve, la comprende.
Es a tus plantas arbitrario plinto,
hija dilecta hacia la cual se extiende
tu forma de zigzag y laberinto

Oh Señor de Montañas, Padre del Collasuyo,
que de infinita majestad disfrutas,
que amas el ritmo dulce del caluyo
y la gracia infantil de las cantutas;
ojalá que por siempre tus poetas
sepan, únicamente,
sentir con lo profundo de tus grietas,
pensar con lo elevado de tu frente.

More crítico literario
Abraham Valdelomar


En lo literario, como en todo, la palabra generación no entraña un concepto rigurosamente cronológico. Son hombres de la misma generación, los que persiguen el mismo propósito y trabajan con los mismos moldes. En el Perú y en el orden literario, no pasamos de frente del romanticismo a las escuelas modernas. Dicho de otro modo: no dimos un salto desde Espronceda y Zorrilla hasta Rubén Darío. Entre nuestros románticos y nuestros modernistas -aquí los llamamos Colónidos- florece una generación brillantísima. La representan, en prosa, Clemente Palma y Enrique López Albújar y, en verso José Santos Chocano y Domingo Martínez Luján. En ellos, queda el regusto del romanticismo, pero ya se percibe el perfume de las flores nuevas, del aroma de las corales recién abiertas. Nuestro último romántico es, acaso, Carlos Amézaga.

Los Colónidos lo que pretenden es reaccionar contra todo lo que les antecede, sobre todo contra lo romántico; no se inclinan mucho a los clásicos, pero no los desdeñan. Su único afán es crear algo nuevo, sin acordarse, jóvenes aquello sobre lo cual se refleja la luz lejana de una remota antigüedad. El movimiento lo encarna Abraham Valdelomar. No diremos que lo encabeza porque aquellos salvajes eran incapaces de reconocer y aceptar una jefatura. La generación de los Colónidos, literariamente hablando y con prescidencia de la faja cronológica, empieza -a juicio de quien pertenece a ella y es, quizá, su único sobreviviente- con José María Eguren y termina con José Carlos Mariátegui. Eguren tendría, a la fecha algo más de setenta años. Mariátegui estaría en los cincuentiocho. Como se ve, no es muy grande la abertura de tiempo.Valdelomar quiso ser nuevo en su obra, en su persona y en sus maneras. Y, sin embargo, era criollo. Su mayor ambición era parecerse a Baudelaire, a Oscar Wilde, a Barbey D'Aurevilly. Y, al cabo de tanto extranjerismo, terminó escribiendo «El Caballero Carmelo», el «Elogio del Gallinazo» y «La Mariscala», trabajos peruanísimos con los que nada tenían que ver las literaturas perversas. Su ensayo acerca de Belmonte puede considerarse trabajo peruano, ya que la afición taurina es tan fuerte en el Perú como en España. Valdelomar es prueba viviente de que el artista o es hijo de su tierra o no es nada. Se parece a las uvas de Champaña en que su jugo es grato para todas las bocas del mundo, pero sus cepas sólo brotan en el suelo de Champaña. Desde el punto de vista de eso que llaman arte puro, Valdelomar tiene producciones más hermosas que las que ya hemos citado. Por ejemplo, «Hebaristo, el Sauce que murió de Amor». Y este soneto, sollozante y serio, titulado «El Hermano Ausente en la Cena de Pascua».

La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
y, sobre ella, la misma blancura del mantel,
y los cuadros de caza de anónimo pincel
y la oscura alacena, todo, todo está igual...

Hay un sitio vacío en la mesa, hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y se musita el nombre del ausente; pero él
hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.

La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reír
que animaron antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso 4Igo quiere decir
ve el lugar del ausente y se pone a llorar...

Como éste tiene varios poemas a cuya altura no llegó jamás el autor de «El Caballero Carmelo»; pero «El Caballero Carmelo» tiene sabor, color y olor de la tierra del Perú y está realizado con delicadeza y soltura.

Valdelomar era un rebelde que sabía convivir con rebeldes. A mi juicio, Clemente Palma, Domingo Martínez Luján, José Santos Chocano y Enrique López Albújar, son los precursores de nuestra libertad literaria, los primeros que empiezan a librarnos del yugo que nos impusieron los clásicos y los románticos. Pero es el grupo de Colónidos, cuyo gonfalonero es Abraham Valdelomar, el que rompe los diques y corta las amarras. Valdelomar no era un jefe ni le habría gustado serlo. Tampoco habría podido. Pero su monósculo, la ancha cinta negra que de él partía, su seudónimo de Conde de Lemos, su infantil amor a todo lo aristocrático y su infalible instinto artístico, lograron que todos estuviéramos convencidos de que él expresaba, mejor que nadie, nuestras inquietudes y nuestras aspira­ciones. Estudiaba y trabajaba como un hombre y vivía como un niño. Sin quererlo, estaba sometido a las disciplinas clásicas. No creyó nunca en el versolibrismo ni cayó en los abismos ortográficos y pornográficos de Vargas Vila, victimador entonces, de tanto literato en cierne.

Antes del grupo de los Colónidos no existió en el Perú verdadero amor al arte. No se conocía el culto por el arte y la entrega total al arte. Valdelomar nunca hizo periodismo político. Alguna vez paseó en la orilla del pantano de la política. El paseo fue brevísimo. En general, los Colónidos hemos amado, sobre todas las cosas, al arte. Mi caso personal es claro. Hoy, en la ancianidad o poco menos, vuelvo, al cabo de algunas malandanzas políticas -no muchas, a Dios gracias- vuelvo a los floridos campos Colónidos que tan alegremente recorrí en mi juventud y en los cuales corrían regatos de leche y miel; se alzaban lindas mujeres blancas y desnudas que, al parecer, eran estatuas. A esos campos en los cuales vi volar a las golondrinas de Bécquer y oí el canto de los ruiseñores amigos de Loreley y de la alondra, alma musical de los balcones de Verona; a esos campos donde florecen los mitos y las rosas de Afrodita; donde pace el asno inmortal de Dionisos y donde crecen los laureles apolíneos. Esos campos Colónidos son antesala de los campos Elíseos donde me encontraré, sobre alfombras de asfodelos y sin que nuestros cuerpos proyecten sombra, con Abraham Valdelomar que volverá a preguntarme, indignado, como nos preguntaba a todos, qué razón hay para que en el Perú, a la libélula la llamen chupajeringa. Ya, entonces, no llegará eco humano a nuestros oídos. Pero estoy seguro de que el movimiento Colónido ha sido el único verdaderamente revolucionario en la Literatura del Perú. Gracias a él nos lanzamos, como azores, hacia el infinito azul. El portaestandarte de aquella armoniosa cruzada se llamaba Abraham Valdelomar. Si dios me da tiempo, escribiré su biografía, que será breve, como fue su vida, atrayente como fue su personalidad y perturbadora como una anécdota del siglo XVIII, tan hondamente sentido por Valdelomar.
More ensayista

Lima contra Chile, Perú y Bolivia

PROEMIO:

Con aires literarios llegué a Lima en agosto de 1910. Mi primera conferencia en el Centro Universitario fue, derechamente, contra el señorito burócrata, parasitario siempre y las más de las veces homosexual.

En Lima sería yo ahora Ministro -y lo digo no por vanidad sino con vergüenza de haber corrido semejante riesgo- si me hubiese sido posible poner el vigor de mis veintidós años al servicio de los aristócratas de ambos sexos. Si es que hay ambos en Lima.

Preferí cultivar con locura la sagrada libertad de la juventud. ¿Bohemio? Bueno. Si así se llama, no rehuyo la palabra. Hoy, cumplida la treintena, toda mi fuerza interior reside en el recuerdo de aquella mi mocedad de potro. La dirección enérgica de mi porvenir, estriba toda en la memoria de aquella primavera de lucha.

Por su virtud, almacené, con honores de minas de diaman­tes, infinitas pasiones, odios como simas y amores como cumbres. Me he heredado a mí mismo.

Hoy, esas pasiones tienen método y organización; están dispuestas con la disciplina de una iluminación eléctrica: apago y enciendo mis luces casi diría estratégicamente, y hay momentos en que siento y pienso A Giorno.

Mi odio -con mezcla de desprecio- por Lima, ha sido el crisol donde se ha purificado mi amor al Perú. Asimismo, yo no supe amar a mi madre hasta que no fui amante de dos mujerzuelas. Vi el alma de éstas y, entonces, la de mi madre surgió en mi horizonte espiritual con tan nobles y armoniosas proporciones, que por primera vez, acaso, constaté la vasta y plena delectación que es nimbo del buen amor filial.

Mientras no conocí Lima, mi amor a la patria era una rutina hereditaria. Yo no la amaba: la amaban a su manera, por conducto mío, mis ancestrales.

Conocí Lima, la vi, la sentí; y, entonces, incontenible y luminoso, nació mi amor a la patria. El mío, intrasferible, hecho con carne de mis meditaciones y nervios de mi emoción. Y ahora soy yo el que ama: no es la tiranía atávica la que me induce; no es despotismo hereditario el que me lleva. Soy yo, en la integridad de mi persona moral.

Al troquelarse mi amor a la patria en forma que, sin mayor escrúpulo analítico, podríamos llamar definitiva, le di su aspecto positivo y su modalidad negativa. El amor, como los pueblos y como los elipses, debe tener dos focos. Ya sean Judá e Israel, ya Esparta y Atenas.

Mi patria positiva, la para mi cordial y dinámica, es el Perú; mas esa patria tiene una negación, úlcera inmóvil y sin embargo progresiva, úlcera cuyo pus va extendiéndose igual que mancha de aceite. Me refiero a Lima. O la eliminamos de los destinos del Perú o el Perú desaparece.

No aspiro a cambiar la capital: quede Lima; pero quede con todas las restricciones del caso. Y si no es viable tal transacción y la revuelta reformadora es inhacedera, vamos de frente al separatismo.

Todo lo que hemos dicho, es la tesis general del libro; es una serie de afirmaciones que requieren prueba.

Las páginas que vienen la constituyen.

No llevo parcialidad virulenta ni odio sistemático, ni empecinamiento ciego. Voy a hacer casi un libro narrativo. Conozco Lima hasta sus últimos repliegues.

Todo, pues, se reduce a usar bien el espéculum.
More y los hombres de su tiempo

Nicolás de Piérola

No es posible hacer la historia de los partidos políticos del Perú, sin detenerse largamente ante la figura de Piérola. Con el mismo respeto hay que contemplar a Manuel Pardo. Ahora ya estamos en aptitud de intentar hacer historia. Piérola es lo más importante que tiene el Perú semidemocrático. En el Perú predemocrático, lo de más altorrelieve es el Gran Mariscal Don Ramón Castilla; pero este viejo socarrón nada tiene que ver con los partidos políticos. Su apasionante figura de conductor, es completa­mente predemocrática. Liberta a los esclavos, porque su espíritu sutil y sensible se da cuenta de las ansias igualitarias que agitan al mundo. Pero ignora la democracia como función política, como manera de ser de un Estado. Manuel Pardo mismo, espíritu cultivado y de evidente distinción, no ve muy claro en la democracia. Pero como es un político, comprende que es necesario impedir que las facciones militares sigan haciendo de las suyas. Y, ensayando, sin quererlo, sistemas democráticos, funda el Partido Civil.

El primer político democrático del Perú es Piérola. Su partido es la expresión entusiasta y bravía del pueblo. Llega un momento en que ser pierolista es la mejor forma de ser peruano.

El Partido Demócrata murió con su jefe. Todo lo que se ha hecho y se hace para galvanizarlo, carece de sentido. Es un negocio con el cadáver del ínclito ciudadano que lo fundó.

La endeblez de nuestra vida democrática se demuestra con la muerte del Partido Demócrata al morir quien lo fundó. Y se demuestra con la supervivencia del civilismo. Quiere decir que aún no estamos en situaciones de vivir con sólo fórmulas democráticas y que, en cambio, no podemos vivir sin la oligarquía. El sueño de Piérola fue vencer a la oligarquía. Tuvo que terminar transigiendo con ella. He aquí la mejor prueba de que el Perú sigue en estado predemocrático. Piérola, expresión de la democracia, tuvo que apo­yarse en la oligarquía. No hay que lamentarse de todo esto. Es el proceso natural. Mañana ya seremos una democracia y hoy somos menos oligarquía que ayer. En esta obra de conseguir el triunfo de la Democracia, el Perú le debe mucho a Piérola.

Dice Rainer María Rilke, el insigne poeta alemán, que el verso brota del fondo de nuestro espíritu sólo cuando nuestro espíritu es un mundo nuevo; cuando hemos abolido la memoria; cuando se ha disuelto el recuerdo; cuando las cosas que nos ocurrieron ya no son recónditamente nuestras. Olvidados de todo, limpios de pasiones, sentimos que, de pronto surge, en lo profundo de nuestra personalidad, la expresión de algo que fue nuestro. No es la evocación. Es algo más puro y más denso. Es el mundo interior que se sublima.

En ese momento, cuando ya ni el calor ni el orgullo, ni la voluptuosidad, ni la ambición pueden cegarnos, brota el verso, irreprochable, nítido y casto.

Para que en el fondo de la conciencia peruana brote la figura de Piérola será necesario que nuestro espíritu se purifique de pasiones. Piérola es la forma artística que, en cierto modo propició, adquirió la nacionalidad.

Todavía no conocemos a Piérola. Las masas, con su instinto infalible, lo intuyeron; la palabra retórica y oracular del caudillo, su desprecio a la vida, su cabeza novelesca, apasionaron a la multitud. Algunos hombres escogidos -aquellos de quienes es el Reino de los Cielos- reconocieron en Piérola la virtud y la pureza, el patriotismo y la abnegación. Pero en ese reconocimiento pusieron pasiones huma­nas.

Los hombres jóvenes, aquellos que todavía han oído hablar mal de Piérola o han oído hablar demasiado bien, no están capacita­dos para juzgarlo. Para juzgar a Piérola se requiere ese frío desdén que es el fondo de la edad madura. Sólo quienes se han acostumbra­do un poco a manejar hombres y despreciarlos, pueden aprehender la totalidad de la figura de Piérola.

Piérola no es hombre, es un hecho. Cesáreo hasta en sus defectos, su vida es un vasto drama, un drama antiguo en el que la fatalidad y el sino asumen papeles poderosos y se hacen visibles. En las vidas vulgares, la fatalidad y el sino se cumplen como una ley general y nadie los percibe singularmente. En las grandes vidas, en las tocadas por el signo glorioso de la Excepción, la Fatalidad y el Sino son claros y netos y se perfilan, en torno a esas vidas, como en el filo de las cumbres se precisa la luz del alba cuando todavía los llanos duermen en la sombra.

A Piérola hay que sacarlo del fondo de la Historia del Perú como se saca del pozo mitológico a la Verdad. Entonces lo veremos, desnudo y esplendoroso, y nos dirá la palabra amarga y violenta que siempre vive en los labios augustos y lacerados de la verdad.

Como todos los grandes hombres, Piérola fue superior a su tiempo y a su medio, en el sentido de que comprendió mejor que sus contemporáneos y sus connacionales la realidad política de su país. No vulgarizaremos nuestro elogio diciendo que fue superior a su tiempo y a su medio en el sentido que supo cosas que nadie sabía y dijo cosas que nadie entendió.

Piérola dijo, en el Perú, las cosas que todos los peruanos anhelaban expresar y que unos no acertaban a expresar y otros tenían miedo de exponer. Su inteligencia iluminó a los medianos y dio una lección a los cobardes.

Poco antes de surgir a la vida política vio, acongojado, a los que no sabían hacer patria y no ignoraban el arte de disolver lo que como patria teníamos. Poco antes de concluir su vida física, vio a los que se apresuraban ciegos, a destruir, so pretexto de innovación, lo que él había creado con su genio, con su fe, con su entusiasmo.

Al Piérola público, a aquel que condujo multitudes, nadie le conoció jamás dolores. Nunca se le vio sufrir. Sólo se le vio luchar. Muchas veces el éxito le fue desleal. La gloria no le desamparó nunca. Y Piérola fue siempre, ante todo y por encima de todo, un hombre público. Careció de vida íntima. Toda su existencia fue un suceso político. Hasta para sus veleidades de hombre, sus adversarios tuvieron encarnizamiento de adversarios políticos y sus amigos de fanatismo de prosélitos.

Con su testa romántica y patricia, con su voz dramática, con su literatura aparatosa y un poco barroca, Piérola surge ante la multitud como una figura depurada y exquisita. Y a pesar de eso, alza la voz para pregonar un evangelio democrático y el pueblo le cree. Sus maneras, su vestir, sus normas de vida, su abolengo, hacen de él un aristócrata. Lo es, por su nacimiento, por su amor a la conducta, por la magnitud y la delicadeza de su esperanza. Y, sin embargo, se inclina al pueblo, lucha por él, se sacrifica y expone mil veces la tranquilidad y la vida.

Es pobre y no anhela riquezas. Es de inteligencia excepcional y no anhela honores. Se siente apto para hacerle bien a su país y no anhela convertirse en el regenerador obligado. Sólo quiere llevar la honra del sacrificio. Ministro de Hacienda, procede a sanear las finanzas públicas y ello le cuesta calumnias y ultrajes sin cuento. Dictador en las horas terribles de la derrota, no ansía la plenitud del mando supremo, sino que busca la ocasión de reemplazar a los ineptos, de sustituir a los cobardes y de suplir a los tontos. Presidente Constitucional, gobierna constitucionalmente, oyendo todos los consejos, respetando todas las opiniones y acogiendo todas las iniciativas. A la hora de entregar el poder, lo entrega con democrática pulcritud.

Vivió pobre y murió pobre. Su suerte personal no le importó nunca. La de sus amigos, tampoco. Excomulga y fulmina a los apóstatas y no tiene piedad para los indiferentes. A los fieles, apenas les promete el Reino de los Cielos, es decir, la felicidad de la Patria.

No les ofrece grandezas materiales, fortuna, honores. Nada para ellos.

Su insigne figura de insurrecto y de enamorado de la libertad, conmoverá siempre a los que se le acerquen. En sus manos, la bandera de la revolución es algo místico y que apasiona profunda­mente. La necesidad de que su patria y sus conciudadanos sean libres, es, en él, algo tan hondo y tan vivo, que se comunica eléctricamente a todos. Su fe irradia, como la de los mártires y la de los apóstoles.

Habría merecido ser cristiano del tiempo de las catacumbas o ruso socialista del tiempo del zarismo. Conspiraba con acrisolada finura intelectual, con gracia de artista y trascendencia de filósofo. Sus palabras y sus hechos se anexaban con la robusta lógica de los tomistas o la de los agustinianos. Era la sabiduría de su época.

No obstante la orientación de sus estudios, en sus últimos años -ya en su presidencia constitucional- entreabrió las inquietas agitaciones materiales de nuestro tiempo y se embarcó en graves meditaciones financieras y en la solución de intrincados problemas de vialidad, de navegación y de obras públicas.

Su espíritu bravíamente activo no reposó un instante. Ahora mismo, cuando ya su cuerpo es tierra, su espíritu sigue actuando sobre la nacionalidad y la inquieta y la espolea. Todavía, si, en las calles de cualquier ciudad del Perú, sonara el ¡viva Piérola! que enloqueció a nuestros padres, quién sabe cuántos hombres saldrían de sus casas y abandonarían negocios y familias para ir en pos de una cautivadora quimera política.
More y los hombres de su tiempo

Augusto B. Leguía

Los que nunca le debimos a Leguía un halago ni un favor, ahora, al lado de su tumba, venimos como periodistas a cumplir un alto y angustioso deber. Nuestras pasiones han muerto. Como periodistas venimos a iniciar los funerales civiles de una de las más inquietantes figuras de la República.

Cierta vez, a los varios años de terminada la guerra mundial, uno de los periódicos ingleses lanzó, para criticar cierta actitud de David Lloyd George, algunas acusaciones contra Alemania. Acusa­ciones de aquellas que usó la publicidad bélica en los días mismos del terrible conflicto. Y entonces Lloyd George, con su claro cinismo realista, pronunció estas palabras memorables:

«Ya no es posible tolerar que la propaganda chauvinista continúe en su campaña de calumnia contra quien no es, a esta hora, nuestro enemigo. Durante la guerra y mientras la sangre inglesa corría en los campos de batalla, la calumnia, puesta al servicio de la Patria, era acaso permitida; pero hoy, en plena paz, la calumnia es un delito».

Hoy, ante el cadáver del más infortunado de los grandes políticos peruanos, podemos parodiar las frases del más ingenioso de los grandes políticos ingleses y decir:

-Mientras Leguía impuso en el Perú sus violentos métodos, dictatoriales, todo ataque contra su persona y contra su política era justo. Inclusive, resultaba perdonable la calumnia, porque estaba puesta al servicio de la Patria. Hoy, ante Leguía muerto, pongamos nuestra voz al servicio de la Justicia y tratemos de que nuestros oídos sean fieles para los fallos de la Historia.

Desdichado como Salaverry, audaz como Piérola, vivaz como Castilla, Augusto B. Leguía, insigne manejador de pasiones y gran administrador de deseos y de sentimientos, es el hombre que más tiempo ha durado en la primera magistratura de la República. Es el único que supo darnos la sensación de que éramos grandes y fuertes. Bien caro nos cuesta; pero hay que reconocer que durante once años nos adormeció con el tóxico maravilloso de los empréstitos y de las obras públicas, con el elixir sin par de los caminos y de la vida diplomática en gran estilo. Conoció el secreto de todos los señuelos. Fue una especie de brujo de la política. Un hechicero de las finanzas. Mejor aún: fue un romántico de la riqueza y del éxito.

Ante su tumba es preciso que serenemos los ánimos. No incurramos en la vulgaridad pueril y malvada de cubrirlo de adjetivos deshonestos. Ante Leguía vivo, temblaron todos los peruanos. Los unos para adorarlo, los otros para cubrirlo de infamias. Dos temblores distintos pero temblores al fin. Ante Leguía muerto aquietemos la voz y el gesto. Cubrámonos con las graves ropas talares de la exequia antigua y transidos del respeto que la muerte infunde en todo corazón civilizado y en todo cerebro sensible, démonos cuenta de que estamos ante un hombre largamente mimado por la Historia y la fortuna y que, para completar su destino, murió humillado y misera­ble. Sobre su cadáver lloraron diez mil ojos de peruanos y cinco mil bocas pronunciaron una frase amarga.

Nada le negó el destino. Su muerte atrozmente fecunda en inenarrables dolores del cuerpo y del alma, su vida llena de peripecias brillantes y fúlgidas, son la vida y la muerte de los varones a quienes la Providencia reserva un sitio singular.

Un sacerdote católico pronunció en frases de dulce emoción bíblica, en frases de enternecida efusión evangélica el elogio del dictador caído. Un sacerdote cristiano de corazón sencillo y apostólico despidió al lado del féretro al hombre que gozó de todos los honores y que conoció hasta el paroxismo el placer violento del mando. Y al conjuro de la voz sacerdotal, ungida de sacramentos y de liturgias es seguro que las alas de los ángeles aquietaron su vuelo sobre los restos inánimes del infeliz político a quien la muerte recobró con alto interés los adelantos que él le pidió a la vida.

Si acaso en las horas preliminares del castigo el demonio rondó en torno al lecho donde Leguía meditaba enfermo, no cabe duda de que, al cabo de los 18 meses de expiación, el maligno tuvo miedo y se retiró aterrado. El momento más intenso de la vida de Leguía es el expresado por sus últimos 18 meses. Supo sufrir. El arte de padecer es grande como su único hermano, el arte de amar. Si du­rante su vida de gobernante Leguía causó muchos dolores y perpetró innumerables injusticias, reconozcamos que su muerte y su agonía lo purificaron. Al irse de la vida perdona a todos y, con su piedad, y la pureza de su corazón infinitamente castigado, sobresalta y conmueve al sacerdote que le presta los supremos auxilios espirituales.

Con su muerte, con su dolor, con su padecimiento sin nombre, Leguía se venga amargamente de sus enemigos; cuando los perdona, los anatematiza. Cuando los olvida lanza contra ellos a los lobos voraces de la posteridad. Es la más acendrada, la más sutil de sus travesuras políticas. Algún día sabrán los enemigos de Leguía cuánto daño les ha hecho esa muerte, cuánto significa ese cadáver salido del hospital Naval. Con sus padecimientos, con su fervor cristiano, con su resignación evangélica, Leguía utiliza la última y más grande de sus estratagemas políticas. Muere como vivió, actuando de encendedor de multitudes. Con su muerte, los que ansiamos que el Perú se cobije bajo una bandera de amor y se redima del odio que lo pudre, comprenderemos que empieza una etapa definitiva. La muerte de Leguía señala el fin de una época. Es una liquidación y una apoteosis.

La muerte de Leguía nos sirve para definir espíritus; para saber de una vez por todas, de qué lado están la vulgaridad y la pasión necrófaga y en qué sitio resplandecen los faros del pensamiento puro, del corazón sereno, de la historicidad trascendente. Junto al cadáver de Leguía comprendemos el valor de nuestros horizontes espirituales y sabemos exactamente, dónde se levantan las banderas del odio y hacia dónde debemos dirigir la acción de la concordia aniquiladora de perversos.

En Leguía se ceban la más febril de las adulaciones y el más protervo de los odios. Alrededor de su persona, el hado hace florecer, monstruosamente los peores apetitos y las pasiones más ruines. Vive envuelto por el engaño y la estafa, intoxicado por opulencias y maravillas que nadie vio jamás. Durante su época de grandeza, la lisonja y la mentira lo embriagan hasta el delirio. En el momento de su caída, el dolor y el ultraje lo laceran. Y de tal modo es la síntesis amarga del Perú, de este país sin término medio, sin equilibrio, sin comprensión de la Justicia, sin sentido de la equidad. De este país donde los hombres son sólo dioses o bestias y donde, por eso, es tan difícil ser hombres.

En realidad, Leguía, más que un político en el estricto sentido de la palabra, fue un sagacísimo manipulador de intereses y pasiones y en la manipulación ponía no el vigor doctrinario y la fe en lo ulterior, que caracterizan al político, sino la vehemencia por lo inmediato, la voluptuosidad por el éxito rotundo, que caracterizan al hombre de acción de la post-guerra. Al hombre de negocios que fue el dueño del mundo desde el año 1916 hasta 1926. Leguía es un producto legítimo de la post-guerra y su formidable éxito político desde 1903 reside en que se anticipa a su época y esparce, sobre nuestro adormilado medio colonial, su vigorosa audacia de animal de presa y abre su potente garra de cazador de oro.

Al Perú, sensualizado por varios siglos de pereza, lo encantó ese hombre que vino a hablarle de prodigiosas obras materiales, de una aladinesca y repentina prosperidad y de llegar a ser de repente la más grande nación de la tierra. A la sensualidad derivada de la pereza la sustituyó la sensualidad derivada del enriquecimiento fácil. Que es lo que ha merecido el nombre de enriquecimiento ilícito. Sensuales de uno y otro modo, en Leguía encontramos al hombre que nos dio la mayor y más aguda cantidad de sensaciones. Resultó un infatigable poseedor de multitudes. Hoy que ha muerto, sus enemigos deponemos las armas y nos alistamos para organizar los primeros materiales históricos, los que serán base de su juzgamiento futuro, del juicio de las generaciones ecuánimes. De las que están porvenir. No queremos envenenarnos de pasado. En el Perú, el pasado es el peor de los tósigos. El más amargo y el más tentador. De ahí nuestra abundancia de historiadores. Es preferible que vivamos la luz indecisa del porvenir. Leguía ha pasado al porvenir. Ocupa sitio junto a los varones esenciales. Su figura se destaca, ya tranquila, con firme relieve, en los primeros planos de las actividades tumultuosas de la República. Seríamos indignos de nuestra ambición de conductores del pensamiento público si, en esta hora en que la angustia envuelve al Perú permitiéramos que el dicterio florezca sobre su muerte y se enquiste en la Historia.

More cronista

Carnestolendas

En el Perú, hemos llegado al extremo de que la columna editorial hay que dedicarla a carnestolendas. No hay nada más serio. Desde que el señor don Augusto B. Leguía tuvo la desagradable ocurrencia de morir la víspera del domingo de Carnaval y de ser enterrado el domingo mismo, los carnavales han adquirido un inesperado rango político. Por desgracia, en nuestro país todo degenera rápidamente. Cuestión de clima o de raza, no lo sabemos; pero todo degenera con velocidad cinematográfica. Si el domingo siete de febrero de 1932 -domingo de carnavales- día del entierro del cadáver del señor Leguía, fue, aunque mortificara un poco a los leguiístas, un día triste y pesado, un día, en cierto modo, caliginoso, los carnavales de hoy se presentan, gracias a la política, risueños y vibrantes. Luís A. Flores ha lanzado su candidatura a la Presidencia de la República. Va a ser, como ha dicho alguien, el primer Rey del Carnaval. Toda la prensa -nosotros inclusive, aunque no nos consideramos colegas de nadie- dedica lo mejor de sus columnas a las quisicosa carnavalesca. La prensa grande considera que, al dar la noticia de la candidatura de Flores, comunica algo serio. Y aquí está la gracia. En la seriedad. Flores cree que lleva su disfraz tan a la perfección, que nadie lo conoce. Gracias a la candidatura del sujeto que opina que al crimen se responde con el crimen, los carnavales de Lima empiezan bien en este año de gracia de 1936.

Como hasta ahora la Municipalidad no ha cometido el error de prohibir el juego con agua, esperamos que el carnaval será típica y tradicionalmente limeño. Desde luego, y como es justo, veremos reproducido el bando inmemorial que prohíbe que mojemos a aquel que manifieste deseos de no jugar. Lima, la ciudad de Lima, el pueblo de Lima, jugará su viejo y estrepitoso carnaval, la fiesta heredera de las lupercales, las bacanales y las saturnales y en la cual el cristianismo rinde homenaje a la alegría pagana. Al margen del pueblo de Lima, compuesto por más de cuatrocientas cincuenta mil personas, desfilarán, solemnes, con emoción de baile de fantasía, sudando dentro de sus disfraces y muy tiesas en sus carros alegóricos, mil o dos mil personas, la flor y nata de la ciudad de los Reyes. Esta venerable multitud, marchará presidida por su Reina, alguna linda y donosísima muchacha esclavizada por la etiqueta carnavalesca -terrible antinomia- y envuelta en infinitos arabescos de serpentinas. He aquí la forma más triste del carnaval.

Ignoramos cómo se jugaba Carnaval en el mundo el año 1535. Cuando, en ese año, nació la ciudad de Lima, muy poco antes de los Carnavales, es evidente que los primeros pobladores pensa­ron, en su condición de buenos católicos, en la forma de celebrar los tres días que la Iglesia le dedica a Satanás. Seguramente, durante los primeros años de ciudad -quizás diez, acaso quince- el carnaval fue pobre o no fue. Acaso se limitó a una cuestión de Cuarenta Horas, si es que entonces existía esta piadosa exoneración. Pero cuando Lima adquirió, dentro de sus contornos de aldea, rango de capital de virreinato y cuando los mayordomos de los Reyes de España que, con el título de virreyes, venían a sacarle el quilo al Perú, la invistieron de las primeras prerrogativas, es evidente que empezó la celebración del Carnaval. No es difícil darse cuenta de que en ese momento nació el juego con agua. Eran -y son- numerosísimos los argumentos a su favor. El clima, de suyo caluroso, y la estación -estío- que, dentro de ese clima, le corresponde al Carnaval. Esto pide agua. La falta de otros medios para jugar, es también, una de las causas del carnaval hídrico de la capital del Perú.

El Carnaval, en Europa, se realiza en invierno. Es natural que, dado el frío europeo, las gentes, allí se embutan en pesados disfraces y soporten caretas inverosímiles. Allí se explica que el agua no intervenga para nada. A cualquiera se le ocurre mojarse intempes­tivamente, al aire libre y con agua fría en el invierno europeo. Y, tras mojarse, quedarse mojado por algunas horas. Eso, en el Viejo Mundo, es la bronconeumonía fulminante. En Europa, el no jugar con agua no es, como lo suponen los esnobes y los rastacueros de acá, una cuestión de elegancia y de distinción. Es una cuestión de clima.

Es probable que, antes de que naciera la industria difundida por el cometido, el papel picado lo fabricaran en casa. Las muchachas trabajaban todo el año para tener papel picado en los días carnavalescos. Aquí, juntaban huevos todo el año, a fin de tener, en la misma fecha, la mayor cantidad posible de cascarones. El carnaval limeño, nacido en virtud de exigencias del clima y de determinaciones económicas, fue, poco a poco, tiñéndose de entusiasmo popular. Adquirió el fervor, la pasión, la alegría, el movimiento que el pueblo pone en sus costumbres y en sus palabras. Por eso es tan dulce y tan cálido el idioma nacido en las entrañas generosas del pueblo. Por eso son tan pulcras, tan mesuradas, tan señoriles las costumbres popu­lares en las naciones viejas. El gran señor inglés, el grande de España y el noble francés, no se distinguen, sustancialmente, del buen pastor escocés, del buen labriego de Andalucía o del vinicultor de la Champaña.

El carnaval limeño tiene cuatro siglos de vida popular. Ha sido el encanto de la aristocracia colonial y de los potentados de la República. Era preciso que viniese Leguía a arrebatarnos la más típica, la más popular, la más antigua, la más alegre de nuestras costumbres. Con el mismo criterio podrían prohibirnos la mazamorra morada y los fréjoles colados para reemplazarlos con el clericó y conel gato. Nadie se opone a que los señoritingos que se creen europeizados hagan su Carnaval de Niza o de Venecia, con o sin reina. Que hagan sus corsos de flores, que se encaramen en sus carros alegóricos, que se envuelvan en serpentinas, que se bañen en papel picado, que se saturen de chisguetes de éter. El pueblo de Lima puede hacer todo eso y, además, meter a las gentes a latina, bañarlas a golpe de cubo y no dejarles en el cuerpo un solo sitio libre del impacto de un globo. Y el que no quiera jugar, que se meta en su casa.
Es natural que todo evolucione y se modernice, sin perder su esencia nativa, su sabor a raza y su fragancia a Patria. Por eso, creemos que la abolición de los cascarones, es necesaria. El cascarón es casi un arma arrojadiza. Asimismo, creemos que tres días son muchos días. En el mundo civilizado -y, a Dios Gracias, hoy por hoy, en él figuramos- seguramente el Perú es el único país que dilapida tres días en celebrar los carnavales, fiesta antigua, rezagos de una religión casi extinta. El carnaval hay que tomarlo como una necesidad pública. Tomado así, con el domingo basta.

No entendemos qué sentido, qué alcance tiene esa división que hace la prensa retrógrada, la prensa teocrática al defender la elección de dos reinas: una, la Reina de Lima; otra, la Reina de los Trabajadores. Esto quiere decir que en Lima hay una vasta propor­ción de gentes que no trabajan y que la Reina elegida por ellas, es la Reina de Lima. La otra, la reina un poco vergonzante que proponen es la Reina de los Trabajadores. Pero qué brutos son estos caballeros de la teocracia. No comprenden que no es posible ni sensato ahondar, en forma ofensiva y dolorosa, la separación de las clases. Cuando, a propósito de la elección de la Reina, ponen al margen a lo que ellos, tan despectivamente, llaman Reina de los Trabajadores, lo único que, en realidad hacen, es suscitar en los Trabajadores el ardiente deseo de suscitar la lucha de clases a fin de llegar a la clase única y librarse de tanta majadería y de tanta estupidez. Esto lo sabemos los capitalistas, los individualistas que no ignoramos dónde está el peligro. Pero está visto que la necedad de la teocracia no tiene límites. Se explica que haya una Reina de la Industria, una Reina del Trabajo, una de los Mercados; se explica que cada barrio tenga una reina o que la tenga cada una de las poblaciones aledañas a Lima. Y se explica que, independientemente de estas reinas, haya una Reina de Lima. Pero es absurdo, grotesco, necio, que haya una Reina de Lima y una Reina de los Trabajadores, que no se sabe si es de Lima. Esto equivale a decir a los que esos caballeros de la teocracia consideran trabajadores:

-Vayan, vayan ustedes, pobrecitos, cochinos, a divertirse por su cuenta. Ahí tienen su reina. Pero no se junten con nosotros, que estamos perfumados.

Esto es de una estupidez sin límites. En todo tiempo, esa tiranía del dinero ha sido detestable y es madre del oprobio y de la rebelión; pero en estos tiempos es excepcionalmente imbécil. Cuan­do todos comprendemos la necesidad de aproximarnos, de estar unidos, de ser trabajadores, sale la teocracia a dividirnos y a de­mostrarnos que la gente rica está hecha de una arcilla especial. Dios embrutece a los que quiere perder.

Por fortuna, como dijimos al principio, aún la Municipalidad de Lima no ha prohibido el juego con agua, el juego limeño. Nada se opone a la coexistencia de varias clases de juegos. Mas no hay que olvidarse de que uno solo es el nuestro, el típico, el intransferible. Con permitir la coexistencia de los juegos, respetar la voluntad del no jugador, suprimir lo sucio o lo contundente y limitar el carnaval al domingo, habremos conseguido modernizar la fiesta, ponerla a la altura de nuestros días y, sin embargo, respetar su levadura popular, su olor a Patria y su sabor a Raza.
Responso en la tumba de mi nodriza

ESTOY seguro, Mama; de que tu última visión fue la imagen de tu Niño; de éste a quien criaste, que te quiso y que te quiere tanto y que tanto cariño te inspiró. Durante algo como sesenta años tú asidua hacendosidad estuvo al servicio de Mi Casa. Cuando recuerdo lo fiel que fuiste, creo que tengo derecho para escribir: Mi Casa. Así, con mayúsculas, como los Borbón y como los Habsburgo. No sabías ni leer ni escribir. Sólo sabías, con el abecedario de la pasión, arrullar niños; y me arrullaste hasta el final de mi juventud. Arrullaste a algunos de mis hijos. Los hijos de tus hijos, Mama, debieron arrullarte y no te arrullaron. Fuiste en la juventud de mi Madre, servidora de Mi Casa. No has muerto a mi lado ni envuelta por mi cariño, ni adormecida por mi protección. Falleciste en un hospicio. En un asilo de ancianos. Y eso sucedió, porque yo, tu Niño, no estuve a tu lado, Mama Inocencia, pura y comprometedora como tu nombre, Mama Inocencia. Te atormentó el despotismo de quienes nacieron lejos de tu tierra familiar. Mujeres recogidas en ciudades extrañas no te conocieron y te aprovecharon. Bajo el techo de Mi Casa, fuiste fámula de advenedizos. Tú, Mama; que eras Nodriza y a quien, los que no te amaban, convirtieron en servidumbre. Tu infinita ancianidad te alejó del amor de los dioses. Has muerto vieja como los Profetas. A causa de tu muerte ya no soy joven. Joven era yo cuando tú vivías y, cuando a tu lado, me era posible decirte:

-Mama.

Tú me decías:

-Niño.

Ahora, cerca de tu sepulcro soy viejo. ¿Quién me dirá: Niño?

¿A quién le diré Mama?

Conociste a las novias y a las enamoradas de mis veinte años. A alguna, le llevastes flores. Compartiste, con risueña, experimentada y consoladora alegría, mis disparatados amores. Fuiste mi Nodriza, sobre todo cuando, sin saberlo, educaste mi corazón y le infundiste piedad a mi sentimiento.

Tú nombre; tu nombre, Mama, ha sido, es y será, Dios mediante, remanso y consuelo de mi locura y de mi vida; de esta vida tejida con el hilo de mis sueños y de mi dichosa insensatez.

Mama Inocencia, vieja como la vida y que siempre fuiste la vieja Inocencia. Yo ya no tengo ni juventud ni infancia que ofrecerte. Nadie como tú entendió mi señorío. Para los demás, tu boca se abría, orgullosamente, hablando del Señor, del Niño que siempre fue tu Señor. De este Señor que siempre fue tu Niño. Sabías desvestirme y hacerme dormir. Tú, para mí, como yo para ti, logramos un amor exento de la inmundicia física. Estoy seguro de que en la tumba de mi Mama Inocencia suena la voz engreída del Niño. ¿La oyes, Mama? Era preciso que murieras sin verme y que yo no te viera morir. Así te has poetizado hasta impersonalizarte.

A mis hijas, a las que no conociste, les enseño a decir:

-Mama… Mama Inocencia.

Y la palabras infantiles, Mama, esas palabras tan semejantes a las mías, a las de tu niño, serán las margaritas de tu sepulcro. A manera de flores sobre la tierra, donde duermes, rondarán los sagrados balbuceos de las bocas de la niñez. Y dirán:

-Mama… Mama Inocencia.

Y el eco repetirá:

-Inocencia.
More y los hombres de su tiempo

Vida y muerte de Antonio Miro Quesada

ASI como en la Vida de Cristo, María, la Madre del Salvador, figura sólo por instantes y aparece, resplandeciente, definitiva y heroica, en el minuto del tránsito, en el Gólgota mismo y, luego, es recompensada con la Asunción, para ir, en los cielos, a sentarse aliado de su Hijo, así al historiar a Antonio Miró Quesada ni señor, ni doctor, ni don, porque la posteridad no usa tratamientos-, en su vida no tiene por qué aparecer su compañera, su esposa, su mujer. La señora María Laos de Miró Quesada surge, resplandeciente, definitiva y heroica, en el momento de tránsito, cuando una bala cobarde hiere al que la acompañó desde los umbrales rosados de la juventud hasta el pórtico severo de la ancianidad.

Afirma un clásico español que nadie debe decir ni "mi señora", ni "mi esposa", sino "mi mujer". Palabra dulce y singularmente posesora y única. Mi señora -dice más o menos el clásico- puede ser cualquiera, incluso mi amante. Mi esposa, es la que me acompaña por virtud del sacramento. Acaso puede ser de otro. Mi mujer es sólo mía; es lo íntimo, lo infinitamente tierno, lo intransferible, la madre de los hijos; la que, a nuestro lado, recorre un largo sendero.

Ahora, después de que una mano aleve y miserable, indigna de ser peruana, mató, arteramente, a Antonio Miró Quesada, comprendo que la enemistad tiene sus fueros, su emoción y su ternura. Es tan entrañable como la amistad. Desde la iniciación de mi carrera periodística, allá en 1910 -ya Antonio Miró Quesada era Director de "El Comercio" - me sentí adversamente opuesto a cuanto hiciera el decano de la prensa del Perú. Me disgustaron siempre su desprecio por las inteligencias literarias, su desmedido afán por la política, su ansia de poder y el excesivo uso que hacía de su influencia. Nunca fui amigo ni de "El Comercio", ni de sus gentes.

No soy vanidoso y supongo que los señores de "El Comercio" jamás se sintieron enemigos míos. Pero soy orgulloso y nunca me importó lo que respecto a mí sintieran. Por múltiples y variadas referencias supe que Antonio Miró Quesada fue hombre de gran inteligencia política, de poderosa simpatía personal, de mucho mundo y de vida aristocráticamente irreprochable. Por desgracia, todo esto no me parece bastante para seducir. No formulo cargo alguno. Ni siquiera emito un juicio actual. Sencillamente puntualizo un pasado. Si hoy revisase, despacio, mi lucha contra "El Comercio", quizá encontrara mucho que rectificar. Pero seguramente hallaría mucho que recrudecer. A "El Comercio" le hallé, siempre, dos tendencias que chocaban con mi dirección periodística y con mi propensión literaria. Era un periódico hecho por reporteros y dirigido por diplomáticos. Nunca fue un periódico que dijese lo que era preciso, necesario, inevitable y doloroso decir. Era un periódico que decía, convenientemente, lo que era conveniente decir. Y que callaba, oportunamente, lo que era oportuno callar. Además, era el periódico de los adinerados, de los grandes duques de la oligarquía. Jamás estuvo cerca del corazón del pueblo y cuando habló de las urgencias y de las penas de los humildes lo hizo en tono de magnate que protege, de millonario que otorga y no de ciudadano que se solidariza. Yo habría querido que "El Comercio" tuviera más cordialidad y más franqueza. Angulo cordial más abierto. Habría querido, por ejemplo, que el día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, no saliese la edición de la tarde, con su Tarzán, con sus avisos judiciales y con otras quisicosas frívolas. Habría querido que, en ese día luctuoso, rompiese su implacable regularidad y que, en el porvenir, pudiera decirse: -El día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, su mujer, "El Comercio" no dio edición de la tarde.

Sería imperdonable que yo dijese que hablo como amigo; pero sería estrafalario y de mal gusto que digiera que hablo como enemigo. Tampoco me atrevo a decir que hablo como colega. ¿Quién soy yo para llamarme colega del señor doctor don Antonio Miró Quesada, ex presidente del Senado y, por tanto, ex senador; ex presi-dente de la Cámara de Diputados; ex ministro plenipotenciario y ex director de vastos movimientos políticos? Yo soy un franco tirador del periodismo. Camino por mi cuenta y no me acompañan sino algunos hombres de pluma clara y corazón transido.

Quiso el destino que yo fuese enemigo de "El Comercio". No puedo eludir esta positiva condición espiritual. Pero quiso, también, que, a despecho de todo y de todos, fuese periodista y me hallase en la obligación de vivir como tal. Hablaré, pues, desde mi trinchera solitaria, como periodista.

Literariamente, desciendo de González Prada y he heredado sus animadversiones y sus simpatías. Por fortuna, no he heredado su intolerancia. Y, así, puedo decir que Antonio Miró Quesada me pareció un hombre eminente. No gustó ni de lo convencional ni de lo indelicado. Por eso, no lo llamaré egregio, ilustre, magno, ínclito. Digo, Antonio Miró Quesada fue un hombre eminente. Y lo digo con la tímida y sincera emoción con que un jefe de regimiento, de los ejércitos de Wellington, podía decir, hablando de Napoleón: Es un magnífico guerrero.

Siempre he odiado el crimen. Mi vida se ha fundado en la palabra. Mis combates han sido verbales. Con la pluma -y nada más que con la pluma- combatí a "El Comercio". Casi siempre lo hice un poco risueñamente, sin amargura y sin encono. Para mí, la aplicación legal de la pena de muerte equivale a un asesinato. Afirmo que la vida humana sólo está en manos de Dios, del destino o de los Dioses. Jamás en manos de los hombres. Y si esto opino de la muerte, legalmente aplicada como pena, fácil es deducir lo que opinaré del asesinato. Para mí, el asesinato de Antonio Miró Quesada y el de Manuel Pardo son los actos más cobardes, más salvajes, más infames que hay en la historia del Perú.

Antonio Miró Quesada habíase esforzado siempre en servir a su país. A juicio de sus adversarios no acertó siempre. Pero no nos olvidemos de que se trata del juicio de sus adversarios. Quién sabe quién tiene la razón. Lo cierto es que dedicó su vida al servicio de su país. Acaso le faltaron romanticismo y heroísmo; pero su muerte viene a probamos que no cuidaba de su persona y que puso su obra y su vida en las manos ineluctables del sino.

No era, Antonio Miró Quesada, un periodista. Era un diplomático y un político. Inteligente y culto supo estar al frente de la dirección de "El Comercio", cuando razones familiares lo obligaron a ello. Pero no era un periodista. La pasión de su vida fue la política. Como político, dirigió el periódico de los poderosos. Cuando tuvo, político al fin, la sensación de que Leguía se quedaba en el poder por largo tiempo, tomó la actitud política de callar. Cuando cayó Leguía, se puso al frente de la política. "El Comercio" es el puntal de los Dieciséis Meses. Esto me separó definitiva y absolutamente del decano.

Pero yo, que repruebo el fusilamiento de los Ocho Marineros, que condeno el crimen del Hipódromo y que, a través de largas horas de ciego apasionamiento, he conseguido algunos instantes de transparente serenidad; yo no puedo quedarme callado cuando veo que Antonio Miró Quesada cae asesinado.

Para comprender el horror del Apra, basta enunciar estos tres hechos: El Apra, existe, políticamente, en el Perú, desde 1931. Cuatro años y meses. Y bien: durante período tan corto, se han consumado tres atentados políticos: el de Miraflores, el del Hipódromo y el de la Plaza San Martín y hemos visto tres cadáveres. Esto es suficiente para demostrar que se trata de una banda de asesinos, de un clan de delincuentes, de una turba de energúmenos. Jamás había ocurrido algo semejante en el Perú.

En el caso de Antonio Miró Quesada, el crimen asume proporciones desconocidas. El asesino es un niño y cae victimada una mujer. El niño, asesino de la mujer, es la última palabra en materia de delincuencia. A los 19 años, aún queda en la boca sabor de leche materna; aún pensamos en la mamá -más que en la madre y la mujer- y pese a cualquier precocidad sexual, nos inspira un respeto parecido al que sentimos por nuestra madre, por aquella mujer de corazón humilde y acogedizo, por aquella mujer que se asusta cuando tenemos fiebre. Para el hombre que mata a una mujer, hay una palabra: monstruo. Para el niño que mata a una mujer, no hay palabra alguna.

Se encoge el corazón y el cerebro se enfría cuando reconstruimos la escena de la Plaza San Martín. Un matrimonio -dos personas honradas- se dirige a almorzar a su lugar predilecto. El asesino, un niño, avanza, sigiloso, envalentonado por el miedo mismo, y, a espaldas de la pareja, dispara contra el esposo y lo hiere en la nuca. El herido cae fulminado. Cae ya muerto. La esposa, entonces, le da cara al asesino y, con inocente y valeroso gesto femenino, lo ataca con su bolsa y, en vez de huir o de gritar, se le enfrenta. Cualquier hombre, ante la belleza física y moral de esa actitud habría bajado el arma. Quizá le habría pedido perdón a esa mujer tan resuelta, tan fiel, tan abnegada. Tan mujer. El asesino aprista, no sólo no sintió la varonil necesidad sentimental de arrodillarse ante aquella esposa de tan sombría y hermosa bravura, sino que disparó contra ella y la victimó también.

¿Qué nos importa que la señora doña María Laos de Miró Quesada fuese, como era, una gran dama? Su fortuna, su opulenta situación, su linaje, nada importa. Importa su magnífica actitud de la que siempre podrán enorgullecerse las madres y las esposas del Perú. Sólo un aprista es capaz de permanecer impasible ante la arrogancia elegantísima de una mujer que se juega la vida por su esposo. Nunca las mujeres les importaron a los apristas.

El crimen de la Plaza San Martín no sólo carece de atenuantes sino que ya no tiene agravantes. Es el crimen electrolítico, el crimen puro, el crimen parnasiano. Está más allá de la sensibilidad y de la conciencia. Nada lo atenúa. Nada lo agrava. Es tan horrendo, tan pavoroso, tan escalofriante, que ni siquiera existe la posibilidad moral y jurídica de que el asesino tenga abogado defensor. Aunque extrememos el concepto de defensa, no hay defensa para el asesinato perpetrado en la Plaza San Martín.

Dentro de su horror y de su injusticia, la muerte de Antonio Miró Quesada tiene una doliente y encantadora poesía. Muere al Iado de su mujer, que por él se sacrifica. Unidos en la vida, entran juntos a la muerte. Ella, la compañera, acaso sabía muy poco de política y temblaba siempre ante las peripecias del esposo. Madre de numerosos hijos, ignoraba todo lo que la política tiene de terrible. Su vida, al lado de su marido, pasó apacible como un regato. Pero en la hora del tránsito, supo ser fiel, con fidelidad de apoteosis, al juramento de amor que prestó en su juventud.

Antonio Miró Quesada no era un hombre popular. No estaba en su carácter ni en sus inclinaciones cultivar a la multitud. Era hombre de gabinete. Era gran figura en el mundo oficial y en el gran mundo. Y, sin embargo, en su entierro ha estado presente el pueblo. A él, que no era un caudillo, sino un sutil y avisado consejero, que gustaba de ser superior de los Jesuitas más que de ser Papa, lo han acompañado cuando sus restos iban al seno de la tierra, innumerables gentes que no lo conocían. Muchos de los que fuimos sus detractores nos situamos, al paso del cortejo funerario, para saludar, dolidos, al ataúd donde iban los restos del político, y, doblemente dolidos, a la carroza donde dormían los despojos de aquella mujer que, si fue gran dama en su vida, fue dama de damas en la muerte, heroína ejemplar, digna del luminoso camino de los cielos.

En cuanto al Apra, todos sabemos que es una banda de fascinerosos; todos afirmamos que es una horda de forajidos. "El Comercio" lo ha dicho con larga y empecinada insistencia. Pero nadie sabe qué es lo que hay que hacer frente al Apra. Se habla de las derechas. Pero reconozcamos que si el Apra es locura y crimen, las derechas son torpeza, parasitismo, pereza mental, incapacidad. Tiene cien presidenciables. El Apra tiene uno. Carece de dinamismo y de organización. El Apra es fanática y organizada hasta el crimen. Lo estamos viendo. Cuando Antonio Miró Quesada atacó al Apra, estuvo en lo cierto y tuvo exacta y prolongada visión de estadista; pero cuando defendió el régimen de los Dieciséis Meses y los grupos nacidos a su amparo, se equivocó. Y se equivocó como se equivocan los hombres de elevada inteligencia: bien y a fondo.

Lo que necesitamos en el Perú es la supresión del jacobinismo, venga de donde venga. No se nos ocurre la ñoñez de hablar de un centrismo que no está dentro de la sensibilidad del mundo actual. Pero sí queremos hablar de un partido de derecha, firme, conexo, articulado, con enhiesta y robusta columna vertebral capaz de soportar punciones. Tal es el problema que nos plantea el asesinato de Antonio Miró Quesada.

Ante el cadáver de Antonio Miró Quesada, víctima inocente del odio, de la estupidez y de la demencia, sería injusto o zafio dedicarse al ditirambo y al plañido sentimental. Si él murió como un hombre, con muerte de gran político, víctima de sus ideas y de su conducta, merece que todos pensemos como hombres y que, si llega el caso también nos preparemos a morir. Miró Quesada, asesinado es una dura lección para las derechas fofas y lánguidas. Hay que organizarse férreamente, duramente, inexorablemente. Si es verdad que las derechas detestan el crimen, no respondan con el crimen. Crean en la ley, busquen el amparo de la justicia. El cadáver de Miró Quesada es el fruto del crimen. Antes que llorarlo infantilmente démosle majestad a la ley, imaginemos instituciones arrogantes y seguras, sepamos luchar. Las derechas están enfrascadas en una aniñada jugarreta presidencial. Y eso no debe ser.

Si, en vida, Antonio Miró Quesada fue, por su situación y por su talento, uno de nuestros primeros políticos, uno de nuestros mejores diplomáticos y el más visible de nuestros periodistas, que su recuerdo sirva para cohesionarnos. El mejor homenaje que podemos rendir a su memoria es lograr la extinción del Apra. Pero no la extinción mediante el crimen, que tanto condenamos, sino la extinción mediante la inteligencia y la imaginación. Antonio Miró Quesada supo, como todos los grandes políticos, que en la política, como en el arte y como en la ciencia, la imaginación es la musa primaria y el hada madrina.

Si algo puedo decir como periodista, afirmo que la muerte de Antonio Miró Quesada debe ser para todos los que ejercemos este castigado oficio, un doloroso orgullo. Debe enseñamos el amor a la justicia y el horror al delito. Debe persuadimos de que la inteligencia vale más que las pasiones y que los tontos y los atrabiliarios son indignos de subsistir.

Antonio Miró Quesada, que fue un hombre de bien y que nunca manejó el insulto, sírvanos para que, en el periodismo peruano, el insulto quede cancelado y proscrito el denuesto.

Comprendemos el dolor de quienes quedan al frente de "El Comercio", pero les pedimos serenidad y visión política. El asesinato del que fue director de "El Comercio" plantea problemas tan enrevesados y de tan agitada solución, que solamente un espíritu lúcido y tranquilo puede abordarlos.

El Gobierno, a quien han acusado de infames ambiciones y sórdidos intereses y apetitos, se ha puesto a la altura de la situación y le ha rendido a Antonio Miró Quesada merecidos homenajes. El Gobierno nos ha probado que sabe interpretar las más recónditas urgencias nacionales. El Gobierno es el primer herido con la muerte de Antonio Miró Quesada.

No hay enemistad política o personal que valgan. No hay discrepancia que justifique. Ha llegado la hora de concluir con el Apra y con el crimen.

Para satisfacción de justas necesidades sentimentales, que a todos nos dominan, pensemos en colocar los restos de quienes fueron en vida Antonio Miró Quesada y María Laos de Miró Quesada, bajo un mausoleo que tenga majestad cívica y gracia heroica. Un mausoleo en el cual la ternura femenina ungida de arrojo troyano, preste decoro y encanto a la firmeza hombruna revestida de dignidad patricia y de altivez consular.